Sangre ajena. Embarazada del rey

Capítulo 5. Los jinetes

Capítulo 5. Los jinetes

Poco después, la chica salió a un camino. Una ancha vía se extendía ante ella, avanzando en diagonal y girando con determinación hacia aquel asentamiento que había visto frente a sí. Y se sintió algo aliviada, el borde de su largo vestido ya no se enredaba entre la hierba espinosa.

Al cabo de un rato, después de que pisó un suelo más firme y apisonado, muy diferente del campo salvaje, María oyó de pronto un sonido inusual. Porque ya se había acostumbrado al graznido de los pájaros desconocidos sobre su cabeza y al batir de sus alas. De vez en cuando, aquellas bandadas pasaban volando por encima de ella, cortando el aire y llenándolo con su griterío.

Pero aquel sonido era diferente, tenía un ritmo constante, y ella comprendió que venía desde atrás y que se intensificaba, volviéndose cada vez más fuerte. La chica se giró bruscamente y vio a un grupo de jinetes que cabalgaban por el camino. Aún estaban bastante lejos, pero se acercaban rápido.

Los jinetes avanzaban rectos, acompasados, como si fueran un solo ser formado por varios cuerpos de hombres y caballos. Todos los caballos eran negros, cuervos, y los jinetes llevaban ropas de un rojo intenso. Sus capas, del color de la sangre, ondeaban detrás, y los cascos, con puntas altas sobre sus cabezas, centelleaban bajo el resplandor de los dos soles. Aún no se les distinguían bien los rostros, pero se notaba que eran hombres grandes, robustos, evidentemente guerreros.

María se quedó petrificada. Dio un paso hacia un lado, y luego salió corriendo del camino hacia la cuneta. Le daba la sensación de haberse metido en una película en la que caballeros con armaduras cabalgaban sobre corceles negros. Se pellizcó fuerte en el brazo, intentando volver en sí, despertarse de una vez, pero solo soltó un quejido de dolor. ¡Todo aquello era real de verdad!

La chica estaba tremendamente asustada, no sabía qué hacer, porque si intentaba correr por aquel campo para escapar, los hombres a caballo la alcanzarían en un instante. Ya la habían visto, seguro. ¿Y a dónde huir? No conocía nada en aquel lugar. Solo aguardaba, resignada, parada al borde del camino, mientras los jinetes se acercaban cada vez más a ella.

Al notar a la muchacha, todo el grupo, a una señal del hombre que cabalgaba al frente, empezó a ir más despacio, y luego se detuvieron todos junto a ella. María se sorprendió descubriéndose a sí misma observando, casi con curiosidad, aquellos rostros barbudos, curtidos y ásperos de los jinetes. Pero aquella curiosidad estaba mezclada con un miedo punzante. Decidió quedarse callada, intentando comprender qué estaba pasando con ella. Uno de los jinetes, el principal, tal vez el comandante, tiró bruscamente de las riendas, deteniendo a su caballo.

Él bajó del caballo con seguridad, se acercó más a la chica y empezó a mirarla fijamente, sin pronunciar una sola palabra. María estaba allí parada, abrazándose los hombros, y también lo observaba. En los ojos del hombre solo veía desprecio y frialdad.

— ¿Quién eres? — preguntó el hombre con voz áspera y autoritaria. — ¡Muestra tu kres!

María no entendió de qué hablaba, qué quería decir, qué era ese kres. Así que se quedó allí, callada. El hombre se acercó a ella bruscamente, le agarró el brazo izquierdo y le subió la manga de su vestido. En su brazo, un poco por encima del dorso de la mano, había una marca en la piel. Dos anillos entrelazados. Por cierto, iguales a los que llevaba como discos de metal en el cinturón.

— Esclava — escupió el hombre con desprecio, soltándole el brazo y torciendo el gesto con repugnancia, como si hubiera tocado a un sapo.

— Yo… — empezó María, pero no sabía qué decir. Aquel hombre la había llamado esclava. Dios mío, ¿será posible que ese sea un mundo en el que existe la esclavitud? ¡Qué horror!

— ¡No abras la boca si no se te pregunta! — bramó el hombre. — Tu marca en la muñeca habla por sí sola. ¡Yo conozco ese hierro! ¡Yo mismo lo mandé hacer hace años! ¿Por qué no estás en el asentamiento? ¿Acaso hasta tu amo te echó por fea? — torció los labios en una sonrisa desagradable. — Por cierto, ¿quién es tu amo? ¡Déjame verlo otra vez!

Volvió a agarrarle el brazo tan fuerte que ella dio un respingo, y le levantó la manga de nuevo, esta vez no solo de pasada, sino mirando detenidamente el dibujo en la piel de la chica.

— ¡Ajá! Una esclava del Círculo Verde, traída de los territorios conquistados por nuestros valientes guerreros y vendida en los mercados del sur. ¡Seguro que escapaste durante el motín! — sus ojos brillaron con destellos de ira. — ¡Arsold ya puso orden en la ciudad! Pero veo que los esclavos han salido corriendo de sus amos como cucarachas que huyen de las lagartijas. ¡Te vas con nosotros!

— No entiendo qué está pasando… — volvió a intentar replicar María, queriendo explicar que ella no era ninguna esclava, que no comprendía nada, que había aparecido allí desde otro mundo. Pero los dedos del hombre se clavaron bruscamente en su barbilla, levantándole el rostro. Él la atravesó con la mirada y siseó:

— Esa mirada… ese tono… ¡odio a tu raza! ¡Vuestra estirpe siempre cree que posee este mundo! ¡Cuántos de mis hombres murieron hasta que conseguimos destruir a los caudillos de vuestra tribu! Si se te ordena callar, ¡debes callar! — dijo lentamente, con odio, hablando como si lanzara piedras. — Pero todos sois iguales. Solo el látigo puede sacar la rebeldía de vuestras cabezas y de vuestros cuerpos. Por huir del amo — cinco latigazos. Por participar en el motín — diez latigazos. ¡Espero que sobrevivas, para que tu amo pueda castigarte también de otra manera! ¡Él sí sabe cómo haceros obedecer!



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En el texto hay: fantasia, embarazada, rey cruel

Editado: 04.09.2025

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