Sangre ajena. Embarazada del rey

Capítulo 26. Voces tras la puerta

Capítulo 23. Voces tras la puerta

Por primera vez desde que había llegado a aquel lugar, se presentó la oportunidad de observar el palacio real. Afuera era de noche, todos dormían. Y su cuerpo, al parecer, respondía: la cabeza apenas le daba vueltas, la vista estaba clara.

María volvió a la habitación y tomó una toalla fina que colgaba del respaldo de una silla. Se acercó al espejo que estaba en la esquina de la sala de curaciones y se miró. Su rostro estaba pálido, pero la mirada se había vuelto decidida y segura. “¡Mejor hacerlo que no hacerlo!”, pensó.

La joven se envolvió la toalla alrededor de la cabeza, cubriendo al máximo las mejillas y la frente, dejando sólo los ojos al descubierto. Si alguien la veía, tal vez no la reconocería… al menos no de inmediato. Porque si llegaban a notar la marca de nacimiento en su mejilla, entonces sí que quedaría al descubierto.

Se acercó a la puerta. Escuchó. Silencio. Su corazón latía como el de un pajarillo asustado.

El hecho de que la puerta no estuviera cerrada y que no hubiera guardias, sirvientes ni ningún otro observador cerca la alegró. Todo parecía, a decir verdad, una trampa… o un regalo del destino.

María salió de la habitación, cerró la puerta suavemente detrás de sí y avanzó despacio hacia la izquierda por el pasillo. Las paredes de piedra se alzaban altas, se fundían con el techo y se arqueaban sobre su cabeza en arcos que se perdían en la penumbra. Solo aquí y allá brillaban pequeñas lámparas. María caminaba lentamente, intentando memorizar los giros para poder volver rápido si era necesario. Al principio lo consiguió, pero pronto empezó a perder la orientación: había demasiados pasillos, salas y puertas. El palacio real era, más o menos, como se lo había imaginado.

Era enorme y silencioso. Y, extrañamente, no se cruzó con nadie. Evidentemente, todos los habitantes del palacio estaban en sus aposentos, durmiendo. Los pasillos se ramificaban como laberintos, llevaban a arcos oscuros o a amplias y frías salas donde corrían corrientes de aire. A lo largo de las paredes de algunas salas había altos espejos con marcos plateados, y en su reflejo apagado se podía distinguir la sombra de su propio movimiento… o tal vez algo más. El suelo, a veces, era de mármol blanco, a veces de granito oscuro. En algunos tramos estaba cubierto por gruesas alfombras, donde flores y animales extraños se entrelazaban en delicados dibujos. El techo se alzaba tan alto que las pequeñas luces parecían estrellas perdidas en el cielo, y unas extrañas cadenas, parecidas a guirnaldas navideñas, junto con enormes lámparas a veces cubiertas por telarañas, se perdían en la oscuridad.

De las paredes oscuras, en algunas salas, la observaban retratos de personas y de otras criaturas desconocidas para ella: rostros severos con pesadas coronas, hocicos monstruosos con ojos saltones… Y María sentía casi físicamente esas miradas, como si siguieran cada uno de sus pasos. A veces le parecía oír un murmullo: tal vez eran cadenas tintineando bajo el techo, o pasos lejanos de guardias invisibles. Comprendió que había llegado a una parte del palacio casi deshabitada. Lo indicaban el grueso polvo bajo sus pies y las telarañas en las esquinas de los pasillos y salas.

Ya no sabía dónde estaba; probablemente se había perdido por completo. Y cuando, al doblar uno de los pasillos, vio una puerta entreabierta de la que salía luz, se quedó paralizada, sin dar crédito a sus ojos. De allí provenía una voz femenina, ligeramente ronca y autoritaria. Le respondía otra voz, masculina, áspera y, a oídos de María, incluso burlona.

La joven se quedó inmóvil, se acercó de puntillas a la puerta y se pegó a la pared para escuchar.

—…Entonces, pasado mañana al mediodía. Durante la Alabanza en los campos. Todos estarán mirando al Sumo Sacerdote, y nadie mirará las tribunas… Ya lo espero con ansias —dijo la mujer con una mezcla de expectación y triunfo.

—Ya he dado órdenes a mis hombres, que estarán entre la multitud, para que se preparen —respondió el hombre—. Estarán allí disfrazados de vendedores de dulces y bebidas. Dos de ellos tendrán polvo mágico en pequeños mostradores portátiles. ¿Sabes? De esos que son como tablas con correas, que se cuelgan del cuello y se pasean entre la gente ofreciendo cosas. Uno tendrá unas hierbas especiales para dispersarlas en el momento indicado. Eso nublará la vista de los guardias cerca del haz donde estará el rey. Todos estarán desorientados. Y en ese momento…

—…Dispararás —rió la mujer en voz baja—. ¡Espero que le des directo en el corazón!

—No yo —negó el hombre—. No soy tan tonto como para exponerme. La flecha estará envenenada, pero saldrá de las manos de un mercenario. Le he pagado bien. Él será el tirador principal. Tras el atentado comenzará el caos, y entonces será fácil plantar un arma idéntica en manos de uno de los nobles a quienes todos creen fanáticos. El rey debe morir, pero nosotros no quedaremos bajo sospecha.

—¿Y si sobrevive? ¿Si la magia del Sumo Sacerdote lo protege?

—No sobrevivirá —dijo él con firmeza—. En el vino habrá otro regalo de nuestra parte. Incluso si la flecha no es mortal, el veneno del vino actuará un poco después. Estará en ese vino ritual para el brindis que le entregará la propia Agrarva. ¿Acaso no lo sabías? Ella pidió que ese honor le fuera concedido a ella misma.

—¿Y confías en esa mujer?

—Hmm. Ella no sabrá nada del veneno. Y Agrarva es su amante. Al menos lo fue. Y quiere ser reina, todo el palacio lo sabe. Cuando Ridan empiece a morir envenenado, la primera sospechosa será ella. Eso nos conviene. Pero incluso si se arrepiente o no le confían esa misión, nos da igual, porque la copa ya estará envenenada… Quienquiera que lo haga, será el primer sospechoso…



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En el texto hay: fantasia, embarazada, rey cruel

Editado: 21.08.2025

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