Capítulo 34. El вeso
Él rozó suavemente el hombro de la joven, que no se había desvestido y dormía aún con el vestido que había llevado todo el día.
— Despierta —dijo en voz baja, y de repente añadió su nombre, que nunca antes había pronunciado—. María…
La muchacha se estremeció; sus mejillas estaban húmedas por las lágrimas, seguramente había llorado en sueños. Con voz confusa y asustada murmuró:
— Mamá…
El rey se inclinó más, y sus dedos rozaron la mejilla de la joven, secando una lágrima justo allí donde se hallaba la mancha de nacimiento oscura.
— Solo es un sueño —susurró él con calma—. Nadie te hará daño. No llores. Basta con despertar y todo pasará…
No alcanzó a terminar, porque María abrió los ojos.
Sus miradas se encontraron. Y en ese instante, cuando el corazón del rey se llenó de compasión hacia ella, de pronto ya no le pareció extraña ni ajena, ni un simple instrumento de un destino profético, sino alguien vivo, real y cercano, más cercano que cualquiera en todos esos años.
Él ya estaba a punto de decir algo cortante y frío, para recobrar el control, para sofocar aquella debilidad que no le gustaba, para prohibirse a sí mismo la ternura y la piedad que, sin quererlo, comenzaban a brotar de los rincones olvidados de su alma. Incluso abrió la boca, pero entonces María, mirándolo con ojos confundidos, susurró en voz baja:
— Yo estaba en casa. Pero el piso estaba vacío. Y algo… había en el espejo… ¿He hablado en sueños?
La voz de la muchacha era baja, ronca, quebrada, asustada… Y de repente el rey Ridan, en lugar de responder, se inclinó más y rozó sus labios con los de ella. La besó con suavidad, lentamente y con ternura, como si quisiera ahuyentar sus miedos y desterrar las pesadillas.
Y María, por alguna razón, no se apartó; sus labios respondieron al beso, también despacio, como si no terminara de creer que aquello estaba ocurriendo de verdad. La mano del rey se posó en su hombro, acercándola más, y sus besos se volvieron más intensos, más ardientes.
No era un beso lleno de amor o de deseo carnal. Era el beso de dos personas que hacía mucho no conocían la calidez. Sus dedos se deslizaron entre su cabello, y la palma de ella, por un instante, tocó su pecho…
Y entonces todo cambió. María se tensó como una cuerda. Ridan lo sintió. Se apartó de golpe, como si se hubiese quemado, se levantó del lecho y caminó rápido hacia la puerta de su habitación. Su voz sonó dura, tal como debía sonar en esa situación:
— ¿Será acaso alguna de tus magias, esclava? ¿Pretendes seducirme? ¡No lo lograrás!
La puerta se cerró tras él con un golpe sordo.
María se estremeció, como si hubiera recibido un golpe doloroso. Aún ardía en sus labios el calor del beso tierno y apasionado, pero las crueles e injustas palabras del rey ya le desgarraban el corazón en pedazos…
Editado: 01.09.2025