Capítulo 42. En el castillo de Grez
María, al igual que todos los sirvientes que había comprado el Señor de las Sombras, Grez, fue llevada al alto y sombrío castillo negro que se alzaba en una de las esquinas del gran cuadrángulo que formaba la ciudad subterránea.
El castillo de Grez, en medio de aquel mundo bajo tierra, tenía murallas negras, y sus torres se elevaban hacia arriba como queriendo tocar la bóveda de piedra de la gigantesca caverna. En los estrechos pasillos donde llevaron a los prisioneros reinaba la penumbra; las pequeñas lámparas mágicas apenas iluminaban y su débil luz no hacía más que subrayar la oscuridad. En los salones grandes las paredes estaban cubiertas con tapices desgarrados, colgando en jirones. Las sombras estaban en todas partes, se arremolinaban en los rincones, negras y densas, trayendo miedo y recuerdos del extraño y aterrador dueño de aquel castillo.
A María y a las demás mujeres las llevaron a una estancia de piedra en el sótano, con techos bajos, ventanas estrechas, puertas gruesas y una humedad penetrante que calaba hasta los huesos. Allí vivían todos los esclavos del Señor, separados hombres de mujeres. Cada uno recibía un camastro pequeño, una manta delgada y una gran cantidad de trabajo. Ni siquiera les dieron comida al llegar, sino que enseguida los obligaron a trabajar. Les dijeron que la cena llegaría únicamente al anochecer, antes de dormir. A cada esclavo le colocaron un brazalete mágico que impedía salir de los terrenos del castillo; aquel aro destruía a cualquiera que intentara cruzar el umbral para huir. María, mirando el anillo estrecho en su muñeca, pensó que era muy ingenioso, pero también cruel, aunque en cierto modo se parecía a tecnologías de su mundo.
En esos sótanos mandaba una mujer grande y sombría llamada Tissa, quien, como supo luego María, era además la cocinera principal del palacio. Fue ella quien de inmediato envió a María y a varias mujeres a la cocina: pelar verduras, cargar agua, lavar platos y limpiar las mesas después del banquete de los guerreros oscuros que acababan de terminar de comer. La muchacha se sintió aliviada (si es que en esa situación podía sentir alivio) al descubrir que junto a ella estaba Frela. De algún modo, esa cercanía la sostenía. Entre ellas ya no existía la relación de señora y sirvienta; eran más bien amigas.
Así transcurrieron los días, uno tras otro. Los esclavos trabajaban mucho, pero la comida, sorprendentemente, era buena. Incluso mejor de lo que María recibía en su cuarto del palacio real de Ridan. Por las noches, Frela y María...
Durante los dos primeros días María apenas habló; trabajaba en silencio, observaba, intentando comprender dónde estaba y qué era aquel sombrío reino donde nunca brillaban los soles. Su vida, tan normal hasta hacía poco, ahora le parecía un sueño. En Ucrania lo tenía todo: sus costumbres queridas, el café aromático de cada mañana, el camino planeado hacia el trabajo, las charlas agradables con sus pocas amigas... Y ahora despertaba cada día en un suelo de madera dentro de un sótano de piedra, rodeada de esclavos, con las manos llenas de callos. Lo único que le daba cierta calma era pensar que el Señor de las Sombras, Grez, parecía haberla olvidado a ella, la de la marca de nacimiento. No quería volver a encontrarse con él jamás.
— ¿Qué pasa, muchacha? ¿Nunca supiste lo que es el trabajo de verdad? —bufó un día la cocinera Tissa, observando con burla cómo la torpe joven restregaba con arena y un trapo sucio un enorme caldero negro. Allí no existían jabones ni limpiadores.
María sonrió de lado, apartándose un mechón de cabello que se escapaba del pañuelo con que se había cubierto la cabeza.
— Nunca había hecho nada de esto antes. Al fin y al cabo, los esclavos fuimos alguna vez personas libres. Pero me agrada saber, aquí entre ustedes, que no solo sé escribir o dibujar.
La cocinera resopló sorprendida: no era común que los esclavos le respondieran con humor, ni mucho menos con ironía. En realidad, Tissa no era mala persona: no maltrataba a los esclavos ni los cargaba con exceso de trabajo. Simplemente servía en la casa de un amo terrible al que todos temían.
Pero al tercer día, María comenzó a sentirse mal, mucho más que por el cansancio o por el olor a grasa rancia. Tissa la miró con sospecha, la jaló de un brazo, le puso la mano en el vientre y sin vacilar declaró:
— Estás embarazada, muchacha. Y no de poco tiempo. ¿Con quién te divertiste tanto? —rió fuerte.
Lo dijo con tanta voz que varios esclavos y sirvientes libres que estaban en la cocina lo oyeron. Y seguramente entre ellos había espías locales, que pronto llevarían la noticia al amo. Porque al caer la tarde, llamaron a María para presentarse ante el Señor de las Sombras Grez...
Editado: 05.09.2025