Capítulo 47. El castigo del rey
María apretó la mano de Frela con tanta fuerza, que su amiga casi gritó de dolor. Su mirada no se apartaba ni un instante de la figura conocida.
El rey Ridan estaba gravemente agotado. Su rostro ya no resplandecía con belleza, sino que estaba marcado por moretones y heridas sangrientas. Sus mejillas se habían hundido, los labios agrietados. El largo cabello negro caía en mechones sucios sobre los hombros y la frente. Pero cuando, de vez en cuando, miraba con desprecio a la multitud, se podía ver que sus ojos aún estaban llenos de ira y rebeldía.
Lo llevaron hasta el poste en el centro de la plaza y lo encadenaron cruelmente con gruesas cadenas de hierro. El sonido sordo del metal al cerrarse hizo que María se estremeciera; le pareció que aquellos grilletes se cerraban también sobre sus propias manos.
Entonces el heraldo proclamó el inicio de la celebración. La multitud se agitó aún más, y cientos de miradas se clavaron en un solo punto: en el rey Ridan, encadenado al poste.
El retumbar de los tambores, que parecía preparar a toda la multitud para el comienzo de la terrible representación, se interrumpió de pronto. Sobre la tarima, junto al poste, apareció un mago vestido con túnica negra, que alzó la mano: chispas de algún hechizo volaron por encima de la plaza, y reinó un silencio absoluto. La multitud, que un momento antes gritaba y rugía, enmudeció de golpe.
Otro mago, también vestido con un largo manto negro hasta los pies, subió a la tarima llevando un látigo trenzado de grueso cuero. Lo alzó en alto, como para mostrar aquella horrenda arma a los espectadores, y se quedó de pie junto al mago que había impuesto el silencio.
Y fue entonces cuando ella lo vio: sobre el podio ascendía la oscura figura del Señor de las Sombras Grez, envuelta, como siempre, en aquellas sombras fantasmales semejantes a una niebla que se movía con él. Grez tomó el látigo de manos del mago y se acercó al poste de la vergüenza. Sus miradas se cruzaron con las del rey Ridan, y Grez soltó una carcajada triunfal antes de alzar el látigo.
El primer golpe cayó sobre la espalda del prisionero. Los anillos de hierro de sus grilletes tintinearon contra el poste. El castigo había comenzado…
María se aferró aún más a la mano de Frela, hasta que sus dedos palidecieron. Todo su cuerpo temblaba, sentía que una ola ardiente le subía a la garganta y apenas podía contener las lágrimas. Lo miraba a él, al hombre que debía parecer quebrado en ese instante. Pero él no estaba roto.
El prisionero se estremeció de dolor, pero no dejó escapar ni un gemido. Solo apretó la mandíbula y alzó la cabeza más alto, como si cada gesto proclamara: el dolor no tiene poder sobre mí.
El Señor de las Sombras Grez contaba los golpes: debían ser diez aquella noche. Degustaba cada uno, alargando las pausas entre ellos, disfrutando visiblemente del sufrimiento de su víctima. Pero Ridan, aunque exhausto y encadenado, se mantenía indomable. Sin embargo, al séptimo latigazo perdió el conocimiento y quedó colgado del poste…
Para María, cada golpe era como si desgarrara su propio cuerpo. Sentía que algo se rompía dentro de su pecho, que un grito quería escapar de lo más hondo de su ser. Sus labios temblaban, pero se obligaba a permanecer en silencio, para no delatarse, para que nadie supiera que su corazón gritaba junto con el de Ridan.
Y fue en ese instante cuando comprendió que aquel castigo público no había sido planeado para quebrar al rey Ridan, sino para quebrar a todos los que miraban su humillación.
Editado: 05.09.2025