Sangre ajena. Embarazada del rey

Capítulo 53. En las catacumbas

Capítulo 53. En las catacumbas

María imaginó que sobre ellos, junto al rey, flotaba una pequeña luciérnaga que les iluminaba el camino. Sus fuerzas ya casi se habían agotado, lo sentía, pero aun así la luz apareció, y se alegró de que la magia la obedeciera.

Cuanto más usaba los poderes dentro de sí, mejor comprendía cómo gobernarlos. La magia en su interior se le antojaba como una niebla plateada y ligera que, cuando se dirigía a ella en sus pensamientos, soltaba un tenue hilo, como si brotara una brizna de hierba desde la tierra. Aquella sustancia comenzaba a crecer, a fluir, y era dócil y sumisa, capaz de cumplir todo lo que la muchacha le pedía. Esa substancia viva, semejante a la niebla, ese espejismo en lo profundo de su pecho, junto a su corazón, era la magia.

Y además, cuando utilizaba la magia, sentía con agudeza a su hijo dentro de sí. No, eso no significaba que el niño le diera poder mágico. No, no era en absoluto que ella extrajera fuerza de su hijo, al contrario: esa fuerza era suya, de María, y el niño la despertaba, le daba crecimiento y vigor. El hijo en su vientre era como esa pequeña luz que iluminaba todo a su alrededor, y ella era la oscuridad que lo absorbía y se transformaba en luz.

El rey avanzaba con dificultad; era evidente que apenas le quedaban fuerzas, pero seguía caminando con obstinación y en silencio. Probablemente ya ni siquiera podía hablar. A veces gemía de dolor. María lo sostenía de un lado, y él, en ocasiones, se apoyaba pesadamente en su hombro, porque su mano reposaba sobre ella.

Cuando María encendió la luciérnaga, él apenas gruñó, pero tampoco dijo nada. Las paredes del túnel estaban húmedas, negras y frías. Pronto María sintió frío, pero el costado ardiente del rey, a su lado, la calentaba, pues caminaban abrazados. La muchacha también estaba agotada, pero no lo mostraba, porque comprendía que debían alejarse lo más posible de la ciudad subterránea. Por ahora, en el túnel todo estaba tranquilo. La bóveda era alta, curiosamente, y hasta los pasillos de aquellas catacumbas eran anchos, como si incluso un carruaje pudiera pasar por allí.

Bajo sus pies crujían algunos fragmentos, y María intentaba no mirar ni examinar en detalle, para no descubrir, por desgracia, algún hueso. Entonces sí que se asustaría. Así, mirando al frente, hacia el débil resplandor que arrojaba la luciérnaga, siguieron avanzando.

—Necesitamos sentarnos en algún lugar y descansar —dijo al cabo de un rato Ridan—. Estás completamente agotada, y yo también necesito recuperar el aliento —confesó, aunque se veía que aquello le costaba muchísimo; evidentemente ya estaba al límite.

María aceptó enseguida, y se sentaron en el suelo, junto a la pared del túnel. Ella sacó una cantimplora con agua, un pedazo de pan con carne, y se lo puso en las manos al rey. Él comía con avidez, y María procuraba no mirarlo, incluso se dio la vuelta, pero las lágrimas le subían traidoras a los ojos. Aun así trataba de contenerlas, pues sabía que a Ridan no le agradaría que lo compadeciera. Y, sin embargo, ella lo compadecía de verdad.

¡Dios! ¿Acaso había imaginado alguna vez que llegaría un tiempo en que sería ella quien llevara el mando de la situación, que dirigiría todo lo que sucedía a su alrededor, y que incluso sería más fuerte que el rey, que Ridan, aquel que la humillaba y se burlaba de ella? ¿Había pensado que desaparecería aquel odio que surgía en ella cada vez que veía al cruel monarca? Pero en verdad había desaparecido; solo quedaba compasión por aquel hombre fuerte que ahora estaba débil, y al que incluso el más frágil de los guerreros podría derrotar si los encontraba allí.

—Quiero pedirte perdón —de pronto oyó su voz ronca. El rey bebió un sorbo de la cantimplora y enseguida se la devolvió a María—. Debemos conservar el agua, no sabemos si la hallaremos aquí. Y tú la necesitas más —la miró con sus ojos negros, penetrantes.

María asintió y guardó la cantimplora en la bolsa, fingiendo no haber escuchado la primera frase. Pero el rey repitió:

—Quiero pedirte perdón, María. Sé que es difícil perdonar a alguien que te humilla cada día, muchas veces. Pero lo hacía adrede. Debes escucharme y entonces decidirás si me perdonas. Incluso si no lo haces, yo al menos tranquilizaré mi conciencia con el hecho de habértelo pedido, no… de haberte suplicado que me perdones…

Y el rey comenzó a hablar. Contaba cosas complicadas y enredadas. Podría decirse incluso —espantosas. Tan complicadas, enredadas y espantosas como todo ese mundo a su alrededor, en el que ella había caído, al parecer, nada por casualidad. María escuchaba y guardaba silencio...



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En el texto hay: fantasia, embarazada, rey cruel

Editado: 24.09.2025

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