Capítulo 59. ¿Juntos?
Su beso abrasaba sus labios con un fuego ardiente. La muchacha comprendió que hacía mucho tiempo esperaban esa unión. Todo ese tiempo, en lo más profundo de ella, ardía una chispa de alguna esperanza de cuento, de ilusión, de sueño… Pues, de manera intuitiva, invisible, sentía algo más que simple compasión por ese hombre. Guardaba muy dentro de sí una chispa de admiración y deseo. Sí, ella ya casi se había enamorado de él, de ese hombre insoportable y odiado, y el hecho de que solo fingiera ser cruel y despiadado, de que la tratara mal, de alguna manera consolaba su alma cansada. Pero… El rey no había dicho nada, no le había confesado en absoluto qué sentía hacia ella, hacia la muchacha con la que había compartido intimidad en los sueños, la que estaba embarazada de él, la que llevaba a su hijo… Esos pensamientos la atormentaban, la mordían, no le permitían confiar del todo en el hombre.
Por otro lado, ya había estado con él en los sueños, sabía lo que hacen un hombre y una mujer en la cama, y, para ser sincera, le había gustado, entonces. Pero ahora…
Cuando él se apoderó de sus labios, empezó a cubrir de besos su boca, sus mejillas, sus sienes, cuando la abrazaba con ternura y susurraba con labios sedientos: “¡María, oh dioses, María, cuánto te deseo!”, ella simplemente expulsó todas las dudas lejos. Se prohibió pensar en lo que le preocupaba y se entregó al torbellino de pasión que la arrastraba junto a Ridan en un frenesí de sensaciones ardientes. ¡Dios mío, cuánto deseaba a ese hombre entero!
"No pierdo nada —pensaba ella—, solo una noche. Una sola cercanía. Solo quiero calor en este mundo donde todo es frío y pesadilla, quiero sentir las suaves caricias de unos labios sobre mi rostro, quiero abrazos. ¡Dios, hace mil años que nadie me ha abrazado!"
Se derretía en sus brazos como una vela dócil, ardía y volaba en el torbellino de pasión y ternura. Oh, Ridan podía ser distinto: tierno, cálido y ardiente. Él era fuego, y ella era cera que se consumía bajo sus manos. Él era huracán, y ella —una hoja desgarrada que volaba hacia donde soplara el viento. Él era sol, y ella —una flor que se extendía hacia el calor…
Olvidando todo en el mundo, los dos en la oscuridad se entregaban calor y fuego, se envolvían en un capullo de ternura y pasión, se daban aquello que hacía tanto no tenían, hallaban el uno en el otro un refugio de la soledad en la que habían vivido siempre… Ridan sentía cómo lo dominaba un deseo que jamás había experimentado con ninguna otra mujer, y María sabía que solo ese hombre permanecería en sus pensamientos para siempre. Sí, permanecería… Porque comprendía que, si el rey callaba sobre sus sentimientos, no era en vano. Él tenía sus planes y sus pensamientos respecto a ella. Seguramente, no la amaba, y quedarse como amante o simple esclava del rey no lo deseaba. Los planes de huida seguían clavados en su mente como una espina aguda. Y la muchacha quería hacerlos realidad, apenas salieran de esas catacumbas, y luego…
Mientras tanto, los dos en la penumbra se daban calor, regalaban la certeza de que todo estaría bien, de que el horror y la muerte, que rondaban cerca, esperarían un poco, porque ahora a su lado se alzaba un escudo formado de pasión y ternura.
—Yo… yo nunca había estado con un hombre así… así, como ahora —susurró María, mirando los ojos negros del rey, casi ahogándose en los reflejos de su mirada—. Tú venías en los sueños, pero yo…
—Sí, lo sé, eras virgen. Y lo recuerdo y lo valoro. Y ahora… eres increíble, María —susurró el rey Ridan. Ambos, acalorados por el ardiente estallido del fuego que los consumía, yacían exhaustos en sus brazos, descansando y escuchando cómo poco a poco se calmaba el frenético latido de sus corazones—. Pero no quiero que pienses que ahora actué solo como un hombre sediento de mujer, que fue únicamente por las circunstancias. Quiero que sepas: por primera vez estoy así, tan locamente cautivado por una mujer. Una mujer concreta. La que sostengo ahora en mis brazos. Tú, María.
Sus dedos rozaron su mejilla. Por primera vez sentía al rey no como a un hombre ajeno y odiado, sino como a alguien cercano, casi familiar. Y él le decía palabras agradables, pero… Pero no era eso lo que la muchacha deseaba oír. No eso…
—Tú también —susurró María.
—Ahora duerme —dijo Ridan y la besó en la mejilla, justo sobre el feo lunar oscuro—. Necesitas descansar, recuperar fuerzas, tanto mágicas como físicas. Si no lo necesitáramos, no te dejaría dormir todavía por mucho, mucho tiempo.
María se sonrojó al comprender la insinuación, pero guardó silencio, aunque deseaba decir tantas cosas. Pero ella sabía callar bien, lo había aprendido en el palacio real, en aquella pequeña habitación suya. Sabía que el silencio y la observación muy a menudo daban más que las palabras y los actos irreflexivos.
Se deslizó fuera de sus brazos, se levantó, avergonzada, dándole la espalda al rey bajo su mirada un poco burlona, pero llena de ternura. Rápidamente se vistió con las ropas que él le había quitado en un arrebato de pasión. Se tumbó a su lado, y el hombre volvió a abrazarla. María cerró los ojos, sintiendo las manos ardientes de Ridan sobre su cuerpo, y su pecho otra vez pegado a su espalda. Era acogedor, cálido y… inquietante. Ella sabía que esa noche los había cambiado a ambos. A ella, seguro. Había sacado ciertas conclusiones para sí misma. Pero también había recibido una tormenta de pasión que no olvidaría jamás…
Pues bien, María, al quedarse dormida, pensó que al menos ahora no solo huían juntos. Ahora estaban juntos. Y ese tiempo, mientras estaban uno al lado del otro, lo valoraba. Pero también sufría. ¿Por qué? No podía decírselo con claridad, todavía no se comprendía a sí misma, no había definido cómo se sentía hacia el rey. Pero aceptó el hecho de que no le era indiferente.
Editado: 01.10.2025