Sangre ajena. La prometida del rey

Capítulo 7. La sanadora Ría

Capítulo 7. La sanadora Ría

A medida que los dos soles de Padirán descendían hacia el horizonte, María se sentía cada vez más nerviosa. Se acercó al pequeño espejo. Desde allí la observaba una mujer sin lunar en la mejilla, vestida con una larga túnica azul oscuro que ocultaba por completo su embarazo.

“Oh, qué miedo tengo —pensaba María—. Qué miedo a esa primera mirada que me dirija. Sé que me verá y no me reconocerá. Estoy preparada para aceptarlo, pero ya siento la punzada del desengaño. ¿Y si el sello negro lo ha cambiado para siempre? ¿Y si ya no hay forma de revertirlo? El Sumo Sacerdote confía en mí, pero yo… no estoy tan segura, aunque estoy decidida. Y Agrarva… ¿Duermen juntos? Ese pensamiento fugaz, que María escondía en lo más profundo de su corazón, la atormentaba. ¿De verdad creyó él que ella llevaba a su hijo? ¿Y que era su prometida? El sello negro debía de tener un poder inmenso si lo hizo olvidar la verdadera profecía y… a mí, a nuestro hijo…”

Unos suaves golpes en la puerta interrumpieron sus dolorosos pensamientos. Dio permiso para entrar y vio que era el Sumo Sacerdote, que venía a acompañarla ante el rey Ridan.

—Ría, ha llegado el momento. El rey te espera en sus aposentos. No temas nada, sé simplemente tú misma: una mujer que trae al mundo bondad y sanación.

El Sumo Sacerdote no podía llamarla por su verdadero nombre dentro de los muros del palacio; ya lo habían hablado, pues allí, seguramente, hasta las paredes tenían oídos. Evidentemente, alguien la vigilaría. Si había enemigos cerca del rey, toda persona nueva en el palacio sería observada con cautela.

María respiró hondo, tratando de dominar el temblor nervioso. Siguió al Sumo Sacerdote por los oscuros pasillos hasta que se detuvieron ante unas altas puertas talladas. Él las abrió y la dejó pasar primero. La joven dio un paso dentro de la habitación ya conocida: el mismo dormitorio donde había dormido una vez. Los recuerdos la envolvieron como una ola, y sintió que las lágrimas amenazaban con brotar, pero se contuvo y adoptó una expresión seria e independiente.

Iluminado por la luz suave de las velas y el fuego de la chimenea, sentado en el sillón que tan bien recordaba, estaba el rey Ridan. Levantó la cabeza, y los ojos de María se encontraron con los suyos. En ellos no había ni calor, ni amor, ni reconocimiento. Solo una fría, cansada indiferencia…



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En el texto hay: verdadero amor, rey cruel

Editado: 22.10.2025

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