Sangre ajena. La prometida del rey

Capítulo 9. "Amada mía"

Capítulo 9. "Amada mía"

María entró en la estancia, en la que nunca había estado antes. Era un dormitorio secundario, más parecido a un pequeño despacho. Había una cama sencilla, y sobre una mesa pequeña descansaban varios papeles. Cerca del escritorio colgaba un lavabo antiguo, igual a los que usaba su abuela.

Comenzó a lavarse las manos y, al levantar la vista hacia el espejo ligeramente inclinado, que reflejaba parte de la mesa, distinguió un papel en el que alcanzó a leer las palabras: “…encontrar y llevar al palacio real al desterrado Oswald…”

El agua corría por sus palmas mientras María leía atentamente la orden real que descansaba sobre el borde de la mesa. En el documento se indicaba que el desterrado Oswald había desaparecido del alcance del rey y que se le buscaba con urgencia para ejecutarlo por traición.

"¿Por traición?" —se sorprendió María. No conocía a ningún soldado más leal al rey que él. ¡Si tanto lo respetaba, tanto lo admiraba! Evidentemente, el rey estaba bajo más influencias que solo la de la marca negra… también las de las personas que lo rodeaban. Y la primera, sin duda, era Agrarva, que permanecía siempre a su lado.

—¡Eh! ¿Qué haces ahí? ¿Por qué tardas tanto? —las bisagras de la puerta chirriaron, y Agrarva entró en la habitación.

Pero María ya tenía en las manos una toalla que había tomado del respaldo de una silla; se secaba las manos de espaldas a la mesa. Nada en su postura revelaba que hubiese visto los papeles.

—Una sanadora debe tener las manos limpias —respondió con calma—. Ahora, vayamos con Su Majestad.

Pidió al rey que se sentara al borde de la cama y ella se sentó a su lado.

—Míreme a los ojos —ordenó la joven, colocando sus manos sobre las sienes del monarca.

Sus miradas se encontraron. María se perdió en aquellos ojos negros como la noche, tan familiares, y sintió que caía bajo su poder hipnótico. Le costó apartar la vista, pero se obligó a concentrarse y dejó escapar de sus dedos finos hilos de magia verde que envolvieron la frente y las sienes del rey, cubriendo poco a poco toda su cabeza con un resplandor transparente y tembloroso.

“Deseo que al rey Ridan deje de dolerle la cabeza —pensó María—. Y también deseo que me recuerde. Todo lo que fue. Todo lo que olvidó.”

Por supuesto, no esperaba que recuperar la memoria sellada por la marca negra fuera tan fácil, pero al menos hacía algo para no despertar las sospechas de Agrarva, que la observaba con una mirada punzante y llena de desconfianza.

De repente, el rey Ridan abrió los ojos de par en par, sorprendido, y exclamó con alegría:

—¡La cabeza… ha dejado de dolerme!

Se levantó de golpe, rompiendo el contacto con las manos de María, y el resplandor verde desapareció. Caminó rápidamente hacia Agrarva, la tomó de la mano y dijo con emoción:

—¡Amada mía, la cabeza ya no me duele! ¡De verdad! No sé si durará, pero la sanadora hace milagros. Quiero que se quede. —Se volvió hacia el Sumo Sacerdote—. ¡Gracias, Tarion! Has traído un tesoro.

El rey miró a María con gratitud. Agrarva frunció los labios con disgusto, pero asintió. El Sumo Sacerdote sonrió, como si hubiera sabido desde el principio que así sería, que la nueva sanadora lograría aliviar a Su Majestad.

María permaneció sentada en la cama, conteniendo las lágrimas. Claro que se alegraba de haber podido aliviar el dolor del rey Ridan. Pero escucharlo llamar a Agrarva “amada mía” le atravesó el corazón como un puñal afilado…



#6 en Fantasía
#3 en Magia

En el texto hay: verdadero amor, rey cruel

Editado: 22.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.