Capítulo 13. El encuentro en el parque
La mañana despertó a María con los destellos plateados de dos soles que se filtraban a través del vitral de su ventana. Al abrir los ojos, sintió cómo su alma se colmaba de una mezcla extraña de emoción y determinación. El día prometía estar lleno de acontecimientos, pues la esperaba un encuentro con Ridan, y al amanecer había quedado con el Sumo Sacerdote en salir juntos hacia la ciudad, a la que apenas había tenido oportunidad de conocer.
No tardó en aparecer una sirvienta que le trajo el desayuno en una bandeja de plata. María comió despacio, tratando de ordenar sus pensamientos. Tenía que contarle al sacerdote Tarion sobre la visita nocturna de Agrarva.
Ya estaba vestida cuando llegó el sacerdote para invitarla al viaje. Su rostro, como siempre, mantenía aquella calma solemne que se contagiaba a la joven. De pronto, pensó que esa seriedad no era casual: seguramente el sacerdote sabía mucho más de lo que compartía con ella. Había en él una astucia sabia, difícil de descifrar.
Casi en un susurro, María le relató la visita de Agrarva y lo que esta le había pedido. Tarion la escuchó en silencio, sin interrumpirla; apenas asintió levemente, dejando claro que había comprendido la importancia de lo que ella decía.
—Está bien, hablaremos de esto más tarde —murmuró, con un dejo de preocupación—. No aquí, ni ahora. Ahora iremos a la ciudad. No puedes presentarte otra vez ante el rey con tu vestido de viaje, con esa ropa sencilla que usaste en nuestro trayecto. Una sanadora necesita un atuendo nuevo, lo exige la etiqueta de la corte —explicó Tarion—. He venido a recordarte nuestra salida de hoy, pero veo que ya estás lista. Espérame junto al carruaje, que está en la entrada principal del palacio; enseguida me reuniré contigo. Espero que recuerdes el camino. Pero no te alejes de nuestra carroza.
María asintió, pues recordaba bien los pasillos por los que habían llegado la noche anterior. Y la verdad es que la idea de un vestido nuevo le gustaba. Después de todo, seguía siendo mujer, y las mujeres siempre se alegran con una prenda recién estrenada.
El sacerdote se retiró, y la joven descendió rápidamente hasta la salida. El carruaje que los había traído ya esperaba a la entrada. María se detuvo junto a él, sin atreverse a subir sola, aunque Tarion se demoraba. Para no quedarse allí sin hacer nada, decidió caminar hasta un pequeño y apacible parque cercano, desde donde podía ver perfectamente la puerta principal.
Era un jardín cuidado y encantador, con arbustos bien recortados y flores dispuestas en grandes macizos alargados en forma de lunas crecientes. Dentro de cada media luna había bancos, y en los extremos de los arcos crecían pequeños árboles.
Sumida en pensamientos sobre la inminente visita a las tiendas, sobre el rey Ridan y la terrible orden de Agrarva, María bajó la mirada y apenas reparaba en lo que la rodeaba. Por eso no resultó extraño que no viera venir al hombre que se aproximaba distraído, con la atención fija en unos papeles que llevaba en las manos. El choque fue inevitable.
Sucedió tan de pronto, que la joven casi cayó al tropezar contra el pecho del desconocido. Sintió que su pie se enganchaba en algo, y por instinto se aferró al jubón del hombre. Él, sin perder la calma, la sostuvo con firmeza por el brazo.
—¡Ay, perdón! —exclamó María, sonrojada—. ¡Qué torpe soy! Iba pensando en mis cosas y ni siquiera miraba por dónde caminaba.
Al alzar la vista, se quedó sin palabras, con el aliento suspendido. Frente a ella se erguía un hombre realmente imponente. Ya había notado antes que en Padirán vivían personas de una belleza sorprendente. El mismo rey Ridan era prueba de ello: un ejemplo deslumbrante de galán como pocos había visto en su propio mundo. ¿O acaso era que en Ucrania simplemente no había tenido ocasión de encontrarse con hombres así? Siempre parece que lo mejor se encuentra allí donde una no está...
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Editado: 22.10.2025