Sangre Azul

8. LAS SEIS

 

No sé cómo están las cosas en el pueblo de Calize, pero, dentro del palacio lo único interesante son los cotilleos sobre “las seis”, como han comenzado a llamar al grupo de chicas de entre las que el príncipe Cardenian tendrá que elegir una esposa.

Las seis pasan sus días en clases de etiqueta, eligiendo telas para vestidos nuevos y, si tienen suerte cenan en la mesa principal con el príncipe. Durante los primeros cinco días, no ocurre casi nada relevante, hasta que Lanish sugiere, con tono un poco más bien imperativo, concretar citas individuales con cada una de las doncellas.

—Así las conocerás mejor —le dice el ayudante mayor al príncipe después de que este último negara por tercera vez con la cabeza.

El semblante de Cardenian parece una tabla plana y aburrida, hasta que de pronto, sus ojos recaen sobre mí, sostengo su mirada incluso mientras se forma una sonrisa lobuna en su rostro. Estoy de pie en una esquina de su oficina, porque el joven —para nada egoísta— tomó la decisión de ordenarme pasar todo el día en las mismas habitaciones que él, siguiéndolo como un cachorro obediente, en caso de que necesitase algo. Y todo porque según sus palabras, “le enfada que no acuda a la primera llamada”. En lo personal, puedo asegurar que la culpa no es del todo mía; los baños, la cocina y el invernadero (al que debo ir cada día a cortar seis rosas blancas) no están nada cerca de sus aposentos y oficina.

Sigo sintiéndome como una intrusa en la vida de alguien más, como si esto siguiera sin poder pertenecerme. Sin embargo, he tomado muy bien las riendas. Y al tercer día de mi llegada ya me encontraba haciendo mis deberes casi sin consultar a la señora Kahn, imaginando que recorría los pasos que en algún momento trazó mi madre. Sin embargo, el hecho de que haya comenzado a adaptarme no significa que ya me encuentre conforme con la situación y mucho menos puedo decir que he comenzado a disfrutar la compañía del príncipe y no creo que lo logre algún día. Cardenian Blue es el hombre más desesperante con el que me he cruzado en toda mi vida. Ni siquiera las miradas aireadas del ayudante Lanish me enfadan tanto como Cardenian dándome ordenes poco apetecibles, como, en ese preciso momento, cuando, sin dejar de mirarme, dice:

—Organiza una cita para mí y alguna de las chicas.

Sus ojos siguen de cerca cada uno de mis movimientos. Y he comenzado a sospechar, luego de múltiples inconveniencias y una que otra discusión, que lo único que espera es ver el más mínimo signo de enfado en mí para atacar con más fuerza.

—No creo que a ellas les entusiasme saber que lo he ideado yo, cuando esperan que sea usted quien las corteje.

El tronco del ayudante Lanish se gira con dramatismo cuando me lanza una mirada ofendida.

—No cuestiones las ordenes de tu príncipe.

—Solo digo la verdad, ellas se enterarán, de alguna u otra forma. Siempre se enteran de todo. Y terminaran muy decepcionadas de su príncipe —le digo, haciendo énfasis en la penúltima palabra.

Sé que mi madre no estaría orgullosa de la poca sensatez que he mostrado con mi indiferencia hacia el poder del príncipe Cardenian, pero, hay algo en esta situación que nunca me deja quedarme callada. Supongo que es la única pequeña muestra de desacuerdo que puedo permitirme. Al final, he sido recluida aquí, sin esperármelo. Se han arruinado todos mis sueños y he dejado mis planes en pausa, todo para servirle a ese muchacho desinteresado y frio.

—Niña insolente — Escupe Lanish, con sus mejillas pintándose de un preocupante tono escarlata. — ¿Cómo te atre… ?

—No, no —lo detiene Cardenian —. Está bien, déjala. Creo que tiene razón.

Lanish vuelve a acomodarse en su lugar, a todas luces sorprendido. Yo percibo el momento justo en el que la mirada del príncipe se vuelve burlona.

—Si, tengo razón —mascullo tan bajo que solo yo podría escucharme.

Al otro lado de la oficina, el príncipe le pide a Lanish que lo deje solo. Así que Lanish pasa por mi lado al salir, sus ojos de buitre se clavan con rencor sobre mi rostro. Y decido ignorarlo. A tan solo cinco días de mi llegada, han comenzado a decir que soy una “criada desobediente”. Y bueno, en primer lugar, no es que quiera serlo, más bien las circunstancias me han orillado.

—Bueno, señorita Rubssen, ahora tomaré tu consejo.

—No era un consejo.

Me ignora gloriosamente y se pone de pie, rodea su escritorio para sentarse a medias en una de las esquinas. Su cabello rubio se arremolina en desordenadas ondas por toda su cabeza. Me imagino el momento en el que la pesada corona caerá sobre su cabeza, hueca, según mi perspectiva.

—Dime, Nyx, ya que eres una señorita más o menos de la edad de las doncellas, ¿qué te gustaría a ti?

— ¿A mí?

—Si.

—Pues estar lejos de aquí, eso me gustaría.

El príncipe se lleva una mano a la mandíbula, como si no me hubiera escuchado, comienza a dar vueltas a pasos desenfadados por su enorme oficina.

—Me refiero a qué te gustaría en una cita… —dice, sonriente, como si mi rechazo le pareciera una gracia.

—Eso no tiene ninguna importancia ahora mismo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.