Sangre Azul

15. LOS SUEÑOS TAMBIÉN MUEREN

 

— ¿Qué? ¿Qué quieres decir con que…?

Lo miro, un nudo se ha comenzado a formar en mi garganta. Me acerco hasta él y sé que hay súplica en mis ojos, pero odio en mis acciones. Arrebato de entre sus manos la nota que Fred me escribió. No tengo tiempo para examinarla, porque el fuego en la mirada del príncipe no me deja respirar.

—Que no puedes irte de este palacio si aprecias un poco tu vida —dice, lento, con la cabeza ladeada y un semblante casi compasivo.

— ¿Es una amenaza?

—Es una orden, pero tómalo como desees. Ahora perteneces aquí.

—Jamás voy a pertenecer a este horrible lugar.

Sus cejas se arrugan ante mis palabras, me mira como si él no pudiera comprenderme, como si algo estuviese completamente mal en mi reacción. Da dos pasos en mi dirección y yo los retrocedo, él avanza de nuevo, solo un poco, titubeante.

— ¿Tanto necesitas a ese tipo? —pregunta, bajito. Su voz suena más suave de lo que la he escuchado nunca.

Y me desconcierta. Él, su forma de actuar, el tono melancólico de su voz, la rabia en su mirada. No entiendo nada.

— ¿Qué?

—Si, parece que te mueres por él, si lo que quieres es revolcarte con alguien puedes tomar a cualquiera en el palacio.

De pronto y aún cuando no tengo la experiencia necesaria en el tema, entiendo a lo que se refiere. Sus ojos se vuelven oscuros al caer en cuenta de algo que jamás compartirá conmigo en ninguna conversación existente. Mis ojos se llenan de odio, sé que leyó mis cartas y ahora sabe que hay alguien especial esperando por mí afuera. Y el hecho de que ahora quiera usar esa información para herirme e insinúe que es la necesidad de sexo lo que me hace querer salir del palacio, provoca que la ira quiera desparramarse desde mi interior y brotar toda junta en avalancha, hacia él.

— ¿Nadie le enseñó al futuro rey de Calize a no husmear en las cosas de otros? —pregunto, con la nota que tenía entre sus manos arrugándose en la mía.

—Lo olvidaste dentro de mi habitación —dice, mirando el cuaderno sobre la mesa —. No es mi culpa que vayas dejando por ahí tus secretos.

Se encoge de hombros, con un gesto desinteresado en su rostro ahora neutral e inescrutable.

Y lo único que tengo seguro ahora mismo es que lo odio un poco más a cada instante. Con cada segundo y cada día de mi existencia en el que tenga que respirar el mismo aire que este hombre el odio aumentará y aumentará.

—No es un secreto —aseguro.

—Pues pareciera.

—No es de tu incumbencia.

—Lo es. — Asiente, con una mueca llena de seriedad —. Es de mi incumbencia desde que pasas todo el día tonteando y pensando en otras cosas que no son tu trabajo. Y tu trabajo es servirme, prácticamente eres de mi propiedad y soy todo en lo que tendrías que pensar.

Me parece demasiado irreal lo que está diciendo. Creo que mi rostro debe reflejar mi incredulidad y me obligo a cerrar mi boca, que estaba abierta con sorpresa.

—De cualquier forma, no puedes obligarme a quedarme aquí toda la semana. Es inhumano, ninguno de los sirvientes pasa toda la semana aquí.

—La señora Kahn pasa aquí toda la semana. Y los demás lo harán también, a partir de ahora. Son mis nuevas órdenes.

Me mira con ojos muy abiertos, como feliz de haber ganado un punto.

—Pero, no puedes…

—¡Ja! —suelta, mirándome con austera indiferencia —. Yo puedo hacer lo que desee. Así que, querida Nyx, considera esto un favor, te estoy ayudando a terminar más rápido con tu deuda.

Siento mi barbilla temblar, y sé que podría echarme a llorar aquí mismo, pero no estoy dispuesta a permitir que él me vea vulnerable. Estoy presenciando la muerte de la última esperanza que me quedaba, desfallece ante mi como un recuerdo de antaño nublado por el paso del tiempo. Se va haciendo borrosa y luego clara; ya no está. Ni siquiera un único día fuera de aquí, por los próximos diez años.

Odio que tenga razón, porque por más que le grite y me revele en su contra, él sigue teniendo el control. Si me voy ahora viviré como fugitiva, mi deuda pasará a manos de mi tía Mara o mi prima Lexi y condenaré a toda mi familia a cargar con esta pesada vida de la que ni siquiera yo quiero ser parte.

—Eres un desalmado, no entiendo cómo mi madre pudo soportar vivir tantos años aquí.

—No tuvo elección —su voz se vuelve seca y me mira con recelo.

—Si, eso me queda claro, porque ni en un millón de años me quedaría a tu lado por decisión propia. Me das asco, me provocas repulsión, tú y tu estúpido reino y tu maldito trono. El día en el que mueras bailaré sobre tu tumba y seré la persona más feliz en la tierra.

—Si fuera tan despiadado como dices, ahora mismo estarías en la horca por faltarle el respeto a tu rey.

Me da la espalda con la excusa de ordenar los libros sobre su cómoda. Sé que lo único que quiere es no mirarme a los ojos. Y por un instante me pregunto si habrá en él alguna insignificante pizca de culpa o arrepentimiento, un sesgo de humanidad.




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