Sangre Azul, Corazones Rotos.

Capítulo 14:“¿Problemas con tu papi?”.

Meses Antes.

Moscú (Rusia).

Casa Kuznetsov.

Domingo.

5:25 A. M.

Александр (Aleksander).

El sonido insoportable del despertador me saca del sueño. No lo apago. No porque no pueda, sino porque sé que alguien más lo hará en cuestión de segundos. Y efectivamente, la jefa de servicio entra en la habitación y presiona el botón con esa misma eficiencia robótica de siempre.

—Buenos días, señor Aleksander.

No lo son. Nunca lo son a esta hora.

Me incorporo con pesadez y paso una mano por mi cara. Afuera, el día ya está en marcha, pero yo apenas empiezo con esta tortura diaria. El aroma a café flota en el aire, y como si fuera una maldita coreografía, otro empleado se asoma desde la puerta.

—El desayuno está listo, señor.

—No tengo hambre.

—Su padre ha pedido que lo atienda el doctor a media mañana. También tiene reunión con el comité del intercambio, una videollamada con el embajador y—

—Cállate.

El silencio inmediato es casi gratificante. Todos en esta casa saben que odio las reuniones, odio las juntas, odio que organicen mi vida como si yo no pudiera hacerlo por mi cuenta. Pero claro, a mi padre le encanta moverme como una pieza en su tablero político. El famoso intercambio estudiantil es solo una prueba más de ello. Como si me importara conocer a un grupo de niños ricos de otro país.

Me levanto y camino hacia el baño, ignorando las miradas serviles a mi alrededor. El mármol está frío bajo mis pies descalzos, pero ni siquiera eso logra despertarme del todo.

Abro la llave de la ducha y dejo que el agua caliente me empape mientras apoyo una mano en la pared. No necesito ayuda para esto. Nunca la he necesitado. Y sin embargo, sé que allá afuera ya deben estar preparando mi ropa, esperando que, por algún milagro, yo permita que me vistan como si fuera un crío.

Salgo del baño y, efectivamente, ahí están.

—Puedo vestirme solo —Digo antes de que alguien se atreva a dar un paso adelante.

—Señor, su padre—

—No me importa. Lárguense.

Se miran entre ellos, pero obedecen.

Me siento en la cama y me tomo un segundo antes de empezar a vestirme. Otro día más, otra ronda de reuniones absurdas. Y lo peor de todo, la cuenta regresiva para ese maldito intercambio sigue corriendo.

Me pongo la camisa y me abrocho los puños con calma, sin prisa. Sé que allá afuera ya deben estar esperándome con la chaqueta lista, los zapatos perfectamente lustrados, como si yo no fuera capaz de hacer nada por mí mismo.

Y, en efecto, apenas salgo de la habitación, ahí está uno de los asistentes con mi chaqueta en mano.

—Puedo ponérmela solo —Digo sin mirarlo siquiera.

Él asiente, pero no se mueve hasta que paso de largo. Bajo las escaleras y, antes de llegar al comedor, otro empleado se adelanta para abrirme la puerta, como si mis brazos no funcionaran.

Para todo hay una persona. Solo falta que alguien más respire por mí.

El comedor es tan grande que el eco de mis pasos resuena en las paredes. Sobre la mesa, el desayuno ya está servido, sin que yo haya pedido nada. Pan recién horneado, frutas cortadas con precisión ridícula, café. Todo perfectamente organizado, como si fuera un condenado ritual.

Me siento y miro el plato con indiferencia.

—Quiero algo diferente —Digo, más para ver qué pasa que por verdadero antojo.

La jefa de cocina, que está a una distancia prudente, apenas frunce el ceño antes de responder con su tono más profesional:

—Su padre indicó que este sería su desayuno.

Ah, claro. Mi padre. Siempre mi padre. Decidiendo hasta lo que debo comer.

Aparto el plato a un lado y me cruzo de brazos.

—Entonces no voy a desayunar.

Un silencio incómodo se instala en la habitación. Sé que esperan que ceda, que coma como si fuera un niño disciplinado, pero me niego.

—Señor, es importante que—

—Ya dije que no —Interrumpo sin levantar la voz, pero con la suficiente firmeza para que nadie más intente convencerme.

Me levanto de la mesa sin tocar nada y salgo del comedor, dejando atrás a los empleados que siguen en su papel de figuras serviciales, como si no acabara de demostrarles que no soy parte del teatro en el que viven.

Camino hacia la entrada principal, donde ya está listo el auto que usan para llevarme a todos lados. El chofer, de pie junto a la puerta trasera, me mira en espera de que suba como si esto fuera un procedimiento rutinario.

—No. Largo.

El hombre ni siquiera parpadea antes de responder:

—Señor, no está permitido. Su padre ha dado órdenes de que—

—Parece que no tiene suficiente con controlar un país—Lo interrumpo, cruzándome de brazos.

No puedo decidir qué comer, no puedo decidir cómo me transporto. Qué sigue, ¿alguien respirando por mí?

Me giro sin decir nada más y camino directo hacia donde está mi deportivo, el único auto que realmente me pertenece y el único que nadie toca sin mi permiso. Apenas lo veo, me invade una pequeña satisfacción.

Uno de los empleados intenta detenerme con una voz temblorosa.

—Señor, por favor, si no sube al auto designado, el ministro se molestará.

—Y si no me dejan en paz, ustedes se quedarán sin trabajo.

Silencio absoluto.

Abro la puerta del deportivo y subo sin esperar respuesta. Conecto el cinturón, enciendo el motor y piso el acelerador con más fuerza de la necesaria, dejando atrás a los empleados paralizados en la entrada.

El rugido del motor ahoga cualquier otra protesta mientras salgo a toda velocidad hacia el gabinete de mi padre.

Las calles se extienden frente a mí mientras acelero sin mirar atrás. El sonido del motor es lo único que me calma, la única cosa que realmente puedo controlar en mi vida. Conduzco rápido, no porque tenga prisa, sino porque me da la gana.

------------------------------------------

Moscú (Rusia).

Президентский кабинет.

Domingo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.