Actualidad.
Cuidad de México (México).
Privada Montes de Oro.
Domingo.
4:20 A. M.
ODESSA.
Dicen que cuando todo está en silencio, es cuando más cosas están pasando.
Bueno, en nuestro caso, cuando todo estaba en silencio… era porque Akira y Vittorio llevaban desaparecidos más de cinco horas.
Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo sabíamos. Ni un mensaje, ni una señal, ni siquiera uno de esos audios pasivo-agresivos de Akira que decían “resuelve tú, yo no soy tu madre”. Y de Vittorio, nada. Cero dramas románticos, cero indirectas al aire. Silencio. Demasiado silencio.
Entonces llegaron las camionetas negras.
Camionetas. De esas que hacen que hasta la gente con doble nacionalidad revise su pasaporte.
—¿Eso fue... el ejército? —Preguntó Kaida, con los ojos fijos en los vehículos que cruzaron frente a nosotros a toda velocidad, directo a la casa de Akira.
—Sí, pero versión deluxe —Dijo Alejandría, frunciendo el ceño.
—¿Qué creen que esté pasando? —Preguntó Vesper.
—No sé, pero si bajan aliens, por favor que estén buenos —Agregué.
No era momento para bromas. Pero si no hablaba, me iba a poner a llorar.
Porque Akira nunca desaparece. Akira hace desaparecer.
Y sin embargo… no estaba.
—¿Vamos? —Dije.
—¿A dónde?
—¿A ver qué pasa? ¿A espiar como gente racional y con cero instinto de autopreservación?
No sé quién asintió primero, pero cuando me di cuenta ya íbamos todos caminando hacia la reja gigante que protege la casa de Akira. Bueno, "casa" es una palabra generosa. Aquello era una fortaleza de concreto, cristal y secretos.
Estacionadas frente a la entrada, cuatro camionetas negras. Con banderas. Hombres con uniforme de Seguridad Nacional. Silencio absoluto. Nadie entraba. Nadie salía.
—¿Y si... Akira está adentro? —Preguntó Noah.
—Entonces, sí ya la encontraron, ¿Por qué traer a seguridad nacional? —Habla Alejandría.
—¿Y si Vittorio está muerto? —Dijo Kaida con esa voz que no sabe decir cosas suaves.
—¿Y si mejor usamos la lógica y no nos acercamos? —Intentó Kalel, como siempre siendo el sensato.
—¿Y si usas tu cara de idiota para distraer al guardia? —Dijo Alejandría.
—Si vuelven a empezar voy a hacer que terminen abrazados y dándose besitos—Los amenazó Alejandro. Punto para él.
Nos acercamos. El guardia nos vio venir y, sin hablar, se nos paró enfrente. Un muro. Literal. Parecía un roble con uniforme.
—Buenas madrugadas—Dije, voz amable.
—No se puede pasar. Circule.
—Solo queremos saber si nuestra amiga está bien.
—No tengo autorización para dar información.
—¿Podemos dejarle un mensaje? ¿Una carta? ¿Un gloss? —intentó Vesper.
Nada.
Dimos tres pasos hacia atrás. Luego nos escondimos en los arbustos. Como si no fuéramos los chicos más evidentes de la ciudad.
—¿Y si llamamos a los papás de Akira? —Dijo Kaida.
Silencio. Todos la miramos.
—¿Quieres que los padres sepan que estamos husmeando en su propiedad con personal militar presente? ¿Quieres morir? —La miro feo.
—Solo es una opción...
—No, Kaida. Tirarse al mar con un ancla es una opción más segura. —Le respondo.
Alejandría se mantuvo callado. Estaba raro. Como si supiera algo, pero no quisiera decirlo. Y eso me ponía aún más nerviosa. Porque si Alejandría no habla... algo pasa.
—¿Y si están interrogando a alguien adentro? —Solté, sin pensar.
—¿O si están interrogando a Akira? —Agregó Vesper.
Eso dolió. Porque nadie se atrevió a reírse.
Y por primera vez, lo sentí. El miedo real. Porque ni Akira ni Vittorio aparecían. Porque los militares estaban ahí. Porque, aunque nadie quería decirlo…
Debíamos pensar algo para saber. Lo peor de la vida es ignorante y eso justo estábamos siendo al no saber que pasaba.
La idea era clara. O al menos eso creímos: “Vamos a entrar por atrás”.
Así, casual. Como si no estuviéramos infiltrándonos en la casa de la persona más influyente del país, actualmente custodiada por Seguridad Nacional.
Pequeños detalles.
—Mira, allá —Dijo Alejandro, señalando un punto en la barda donde la seguridad parecía menos... letal.
Y sin decir más, él y Alejandría se treparon. Como si escalar muros con pijamas fuera lo más normal del mundo.
Yo ni respiré.
En cinco segundos ya estaban al otro lado.
Y entonces se escuchó el “Psst” desde la oscuridad:
—Fácil. Hagan lo mismo. Es re sencillo.
Claro, porque tener piernas de modelo suiza y la flexibilidad de un ninja lo hace fácil.
—Voy yo —Dijo Noah, decidido.
Se ajustó la gorra como si fuera una armadura medieval, tomó impulso, subió con torpeza adorable y… justo cuando pasó la pierna al otro lado:
La gorra cayó.
PLAF.
En el lado de afuera. Donde estaban todas las consecuencias legales.
—¡Nooo! —Gimió Noah, como si hubieran matado a su perrito imaginario—. ¡Mi gorra! ¡Esa gorra me da identidad, protección y autoestima!
—¡Es una gorra negra de la tienda! —Grité.
—¡ES UNA PARTE DE MÍ! —Respondió con una lágrima invisible.
Del otro lado de la barda, los mellizos se reían. Fuerte. Casi cruel.
—¡Se te cayó el ego, pelón! —Gritó Alejandría.
—¡Ya sabíamos que eras calvo, pero no que brillaras! —Dijo Alejandro, doblado de la risa.
—¡NO ME BURLARON CUANDO ESTABA AL OTRO LADO DEL MURO! —Respondió Noah indignado.
—No es la calva, es la actitud —Dije, filosófica.
—¡Pásame la gorra! ¡Por favor! —Nos pidió con el dramatismo de una telenovela venezolana.
Suspiré. Tomé su bendita gorra como si fuera el Anillo Único y la lancé. Mal. Porque nunca tuve dirección.
—¡A la izquierda, izquierda! —Gritó Noah.
—¡Eso fue tu izquierda o la mía!
—¡TENGO UNA SOLA IZQUIERDA, ODESSA!
Siguió escalando.
Torpemente. Con el alma rota.
Y al bajar del otro lado…
—¿DÓNDE ESTÁ MI GORRA? —Gritó.