Sangre Azul, Corazones Rotos.

Capítulo 22:“¿Y nosotros para que queríamos un alma?”.

Años Antes.

Ciudad de México (México).

Recinto Presidencial.

Miércoles.

6:18 P. M.

Noah (5 años).

—Adiós, Odessa —Le sonreí a una de las tres niñas que conocí mientras la veo irse por el camino de piedras.

—Parece que tú también conociste gente importante, hijo —Mi abuelita me dice mientras me acaricia el cabello y yo le sonrío, cansado.

—Qué feo es estar conociendo gente, abuelita —Me toco el estómago porque, de tan cansado que me siento, me dio hambre—. Odessa me quería quitar mi helado, y luego Kaida, que hablaba demasiado, tuve que ver las anotaciones de Vesper porque Kaida no se callaba.

—Se parece un poco a ti entonces, ¿eh? —Me sonríe mi abuelita y que me libre Diosito.

—No, yo no soy una máquina para hablar todo el tiempo, yo me canso, me da hambre y todo —Le explico.

—Bueno, venga, a ver qué te conseguimos de comer —Me toma de la mano y caminamos hacia dentro.

—Que sea algo bueno porque si no, no me lo como aunque tenga mucha hambre, abuelita —Es que si no son postres yo no quiero nada.

—Pero tanta azúcar no puedes comer, príncipe. ¿Qué tal que te haga mal? —Volteo a ver a mi abuelita.

No, ¿cómo que no?

—Abuelita, solo un poquito y ya, te lo prometo, ¿sí? —Me pongo enfrente de ella y junto mis manitas para convencerla.

—Debemos platicarlo con el abuelo —Me sonríe, y recórcholis...

Vamos para donde está el abuelo, y sé que él no me va a dejar comer dulces porque dice que un hombre debe cuidarse para ser fuerte.

¿A quién le importa ser fuerte si hay dulces?

Para eso están los hombres de negro que me cuidan. Yo solo estoy para comer dulces, dormir, jugar y jugar con mi gato, porque los otros niños me caen mal.

Caminamos por el pasillo largo con muchas puertas y cuadros. A mí me gusta correr por los lugares así, pero ahora estoy cansado. Cuando llegamos a salón, el abuelo está platicando con unos señores sobre algo con cara de serio. Siempre hace eso, como si no escuchara nada, pero cuando digo “dulce”, siempre me oye.

—Abuelito… —Me acerco despacito, pero con mi voz más linda—. ¿Puedo comer un postrecito chiquitito, chiquitito?

Levanta la vista, se quita los lentes y me mira como si yo fuera un político malvado.

—No, Noah. Ya comiste uno. No más dulces por hoy.

Mi carita se cae solita. Ya sabía que iba a decir eso.

—Pero es chiquito… —Le digo, levantando el dedo meñique para mostrarle lo pequeño que es.

—Ni chiquito, ni grande. Si quieres ser fuerte, necesitas alimentarte bien.

Y ahí está el discurso otra vez. Mi abuelita me mira con ternura, pero no dice nada. No me va a salvar esta vez. Suspira y me acaricia la cabeza, como diciendo “lo siento, príncipe”.

Justo cuando estaba a punto de tirarme en el suelo como si me hubiera muerto, suena una bandeja que trae una señora y deja en la mesa del salón. La abuelita va a platicar y yo me escondo detrás de una cortina, porque me gusta escuchar cuando llega comida.

—Buenas tardes, señora —Dice una voz que no conozco. Es un señor de traje con maletín. De esos que hablan mucho. Ya no me interesa.

Pero cuando salgo de mi escondite, veo la bandeja de postres que dejaron sobre la mesa. Está llena de cosas lindas, de colores, de esas que parecen que te cantan al oído para que las pruebes. Y ahí está…
Un cupcake con chispas de colores. De chocolate. Mi favorito.

Miro a todos. Nadie me ve.

Tomo el cupcake rápido, lo escondo detrás de mi espalda y camino despacito como si nada.

Cruzo el pasillo, paso por una puerta y abro la puerta del jardín. Me gusta venir aquí porque hay flores, pasto suave y nadie me molesta.

Me siento en el pasto y miro mi tesoro. Está un poco aplastado, pero no me importa. Me lo acerco a la boca y sonrío.

—Lo siento, abuelo —Susurro, y le doy la primera mordida.

Diosito, esto sí es vida.

Madre de Cristo esto está muy bueno.

Me tengo que apurar a comerme el cupcake porque sé que se darán cuenta los hombres de negro que no estoy ahí y vendrán a buscarme.

Estoy a nadita de terminar mi cupcake cuando unos niños se me acercan, ya vienen a molestar.

—Oye tú —Me grita uno, creo que no sabe hablar cómo la gente decente.

No le hago caso, mi abuelito dice que es mejor ignorar a la gente mal educada y ese niño tiene toda la cara de gente sin clase y sin educación.

Sigo comiendo mi cupcake no vaya a ser que quieran que les dé porque las gracias solamente. Mi cupcake es mío y solo mío. Si quieren uno que vayan a tomarlo de la mesa.

Me volteo y les doy la espalda, me sujeto más mi sombrero de vaquero y sigo comiendo. Qué se vean solos porque yo no quiero.

—Oye, huérfano —Me gritan.

Siempre los niños que me encuentro me dicen así, que poca originalidad. No les haré caso, que los atienda Diosito mejor.

—Oye, niño huérfano —Siento cómo se acercan y me quitan mi sombrero.

Ora, no dejan comer tranquilo.

—¿Qué no tienen educación? —Les pregunto, sostengo bien mi cupcake, me levanto del pasto y le quito mi sombrero.

—Y tú no tienes cabello —Veo cómo se burlan de mí, ah, ya da igual.

—Por lo menos tienes visión —Le doy otra mordida a mi cupcake.

—Ah, muy chistoso niño huérfano —Me dice el más alto y se me acerca.

Estoy tan concentrado en sostener mi cupcake y mi sombrero que no doy cuenta cuándo me empuja, solo cuándo ya probé el suelo.

Noooooo.

Mi cupcake.

Chispitas.

—¿Ya viste lo que hiciste? —Le gruño. Ojalá se caiga de boca cuándo camine.

Veo a mi precioso cupcake tirado en el pasto.

No te tocaba.

—Sí, y cómo ese cupcake eres, —Se ríe— eres feo, pelón, tonto, bobo, sin estilo y huérfano, tus papás no te quisieron y por eso se quitaron la vida.

Se sigue burlando de mí.

Dios, ya se ganó un golpe desde que me tiró el cupcake.

Y ahora otro por decirme "sin estilo".

Sin nariz lo voy a dejar si sigue Diosito.




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