Sangre Azul, Corazones Rotos.

Capítulo 26:“¿Y tú qué eres?”.

Actualidad.

Cuidad de México.

Institute of International Education of Mexico (IIEM).

Viernes.

9:10 A. M.

VESPER.

La gente dice que soy alegría.
Que cuando llego, las cosas se sienten más suaves.

Y sí, es verdad.

Yo soy risa fácil, chistes y brillo en los ojos.
Yo soy Vesper. Y Vesper nunca está triste. ¿No?

Hoy me puse de accesorio un pañuelo amarillo. El de flores que Alejandro odia porque dice que parece mantel de picnic. Me lo puse solo para que me lo diga otra vez.

Y me lo dijo.

Reímos.

Me abrazó.

Me besó la frente.

Todo estaba bien.

—Pareces un sol —Me dijo.

—¿Y tú qué eres?

—El tonto que se quema contigo —Y sonrió. Como siempre.

Yo fui la luz. Como siempre.

Hasta que se me cayó el vaso.

Literal.

Se resbaló de mis manos en la sala de arte.

Y se rompió.

Y todos se giraron.

Todos.

Y yo… yo me congelé.

No sé qué me pasó.

Sentí el ruido en el pecho.

Ese clac seco, como un disparo.

El vidrio en el suelo era apenas un accidente. Pero en mi cabeza era otra cosa.

Era la promesa de que nada que toco se queda entero.

Ni yo.

Ni Alejandro.

Ni el amor que él me da.

Kaida intentó ayudarme a recoger los trozos.

Le dije que no.

Le dije que estaba bien.

Y sonreí.

Siempre sonrío.

Aunque el vidrio ya me cortó.

Alejandro se acercó después.

Me abrazó por la espalda y me dijo que no era para tanto.

Pero no se dio cuenta de que lo miré sin mirarlo.

Porque en ese instante, entendí que hay cosas que se rompen sin ruido.

Y yo llevo semanas astillada por dentro.

Soy risa. Soy encanto. Soy esa chispa que todos adoran.
Pero si te acercas lo suficiente…
si te fijas bien…
vas a ver que mi luz se refleja en pedazos.

Y duele.

Duele bonito.

Duele callado.

Como cuando sabés que estás sonriendo, pero lo único que querés es desaparecer un rato.

Hay una pregunta que se me clava detrás de los ojos cada vez que algo se rompe cerca de mí:

¿Y si un día todo esto también se rompe?

No el vaso. No el momento.
Sino nosotros.
Alejandro y yo.

¿Qué pasaría si un día se le va el amor?

Si se despierta y ya no le gusto.

Si un día deja de reírse con mis chistes tontos, de abrazarme por la espalda, de decirme que parezco un sol con pañuelos de picnic.

Me quedé mirándolo mientras hablaba con Kalel sobre un dibujo absurdo en la pizarra.

Su risa.

Esa risa tan suya.

Tan cálida.

Tan mía…

¿Y si un día ya no lo es?

Me dieron ganas de llorar.

Pero no por algo que pasó.

Sino por lo que podría pasar.

Y entonces, él se giró.

Me miró.

Su sonrisa se apagó un poco. No del todo. Solo… se suavizó.

—¿Vespi?

Tragué saliva.

No respondí. No sabía qué decir sin sonar loca.

—¿Qué pasa? —Se acercó, despacio, como si ya supiera que yo estaba en pedazos.

—Nada… estoy bien. Solo… pensaba.

—No estás bien —Me corrigió, con esa voz suya, más baja, más real—. Tienes los ojos tristes. Mi amor nunca tiene los ojos tristes.

Me reí.

Un poco.

Pero fue una risa hueca.

—¿Qué pasa si un día esto se rompe? —Solté de golpe, sin querer. Sin filtro.

Él frunció el ceño. Se sentó a mi lado, bajó la voz.

—¿"Esto"? ¿Nosotros?

Asentí.

—¿Y si un día… dejas de quererme?

Alejandro no respondió al instante. Me miró. Me miró de verdad.

Después me tomó la cara con ambas manos, suave, como si yo fuera cristal fino.

—Mi amor… si un día se rompe, yo me voy a quedar recogiendo cada pedacito. Y te juro que lo vuelvo a armar. Contugo. Siempre contigo.

Y entonces, lloré.

Silenciosa.

Porque no era una promesa perfecta.

Era humana.

Rota.

Verdadera.

Y por un momento, me sentí a salvo.

No porque no fuera a doler.
Sino porque, si dolía, él iba a estar ahí.

Junto a los pedazos.

Conmigo.

No me gusta llorar frente a la gente.

Me hace sentir pequeña, débil. Como si se borrara todo lo bonito que dicen que soy.

Pero con Alejandro no me da vergüenza.

Me da miedo.

Porque él me ve.

—¿Puedo llevarla al jardín un momento? —Le preguntó a la profesora con una voz tan amable que casi me hizo llorar más.

La profe asintió sin hacer preguntas.

Quizá vio algo en mí que yo no quería que se notara.

Alejandro me ayudó a levantarme. Me cubrió con su saco, aunque no hacía frío.
Lo hizo como si su saco fuera una forma de decir: te tengo, te cubro, te cuido.

Salimos sin hablar.

El colegio seguía con su ruido habitual. Voces, risas, pasos. Pero para mí todo sonaba lejano. Como si estuviera debajo del agua.

Él no me soltó la mano ni un segundo.

Cuando llegamos al jardín, me buscó un lugar entre los árboles, donde el sol filtraba sombras doradas. Me hizo sentar en la banca de piedra y se sentó a mi lado, tan cerca que nuestras rodillas se rozaban.

No dijo nada al principio.

Solo respiró conmigo.

Y después, con esa voz suya, baja y tranquila, dijo:

—Esto no se va a romper, bonita.
No hasta que tú lo quieras.

Me giré para mirarlo. Tenía los ojos dorados tan firmes. Claros. Llenos de esa seguridad que a mí me faltaba.

—Yo no me voy a ir.
Nunca voy a dejarte.

Me dolió lo lindo que fue escucharlo. Porque yo no sabía cómo asegurarle lo mismo sin sentir que mentía. Yo a veces ni siquiera estoy conmigo.

Él siguió.

—Si un día tú me miras a los ojos y me dices que ya no quieres verme…
Me cambio de mundo.
Literal. Me voy. A otro lugar. A otro país. A Marte, si hace falta.

Solté una risa, entre lágrimas.
—¿A Marte?

—A donde sea que no estés. Porque si tú... Me sacas de tu vida, yo me voy. Pero hasta que eso pase…
—Me tomó la cara de nuevo, más firme esta vez—
…yo me quedo contigo.
Siempre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.