Actualidad.
Cuidad de México (México).
Residencia Baronello.
2:15 A.M.
KAIDA.
No sé bien cómo fue que terminamos sentados juntos, tan cerca. O quizá sí lo sé, pero el alcohol hace que todo se vuelva una mezcla rara entre decisión y accidente. Lo único claro es que son las 2:15 de la mañana, la fiesta sigue allá adentro, la música está más baja, y Vittorio no se ha dado cuenta que me robé una de las botellas buenas.
Alejandría se sienta a mi lado, con ese andar que tiene entre felino y celestial, con su camisa desabrochada de más y el cuello rojo de tanto calor y copas. Sostiene su vaso como si fuera lo último que le queda por cuidar, pero me mira como si yo le interesara más que el trago.
Yo me río, porque me siento estúpida, y porque nunca tuve tanto valor como ahora que tengo media botella de vodka en el sistema. Me cuesta mantenerme seria, pero lo intento. Es que ya me harté de fingir que no siento lo que siento.
—Me gustas, Alejandría.
Así, sin adornos, sin metáforas. Lo dije. Sale más como un suspiro que como una declaración épica, pero ahí está.
Él se ríe. Coqueto. Ese tipo de risa que tiene el descaro de sonar bonita. Y entonces lo dice:
—Ya lo sabía.
Y yo no sé si me molesta más que lo diga tan tranquilo… o que lo diga como si no fuera gran cosa. Pero antes de que pueda responder con alguna estupidez defensiva, se inclina un poco hacia mí, con esos ojos dorados que no deberían ser legales. En serio. Nadie debería tener el poder de mirar así.
—Para tu mala suerte… —Dice, y se le escapa una sonrisa torcida, como si me estuviera revelando un secreto valioso— tú también me gustas.
Me duele el estómago, pero no es el alcohol esta vez o tal vez sí es.
Lo miro, desconcertada. Siento que todo el aire se me va de golpe. No sé si esto es real, o si es uno de esos sueños donde las cosas salen bien solo para después despertar empapada en sudor y rabia.
—¿Desde cuándo? —Pregunto, más suave de lo que pretendía.
Alejandría se inclina un poco más, apoyando el codo en la rodilla, y me observa como si yo fuera algo hermoso que se está por romper. Su voz ronca, arrastrada, me envuelve. Esa voz que siempre tiene un dejo de burla, ahora suena... sincera. Inquietantemente sincera.
—Desde siempre.
¿Quéééééé? Siento que me desarmo por dentro, que todo lo que soy se rinde ante esa sonrisa, ante ese “desde siempre”, y ante el hecho de que, por primera vez, Alejandría me está mirando.
Creo que estoy jodida.
Porque esto no es un juego para mí. Porque ya no sé si quiero que se acabe la fiesta o que dure para siempre solo para quedarme con él así, cerquita, con el corazón más valiente que la razón.
—Desde siempre —Repite.
Y yo… me muero.
Me muero porque nadie había dicho eso por mí. Porque nadie lo había dicho con esa voz, con ese tono. Como si fuera una verdad tan vieja como el universo. Como si no existiera posibilidad de que fuese otra cosa.
Y, mierda… cómo me mira.
Alejandría no aparta los ojos. No baja la mirada ni finge nervios. Me observa como si le fascinara hasta el parpadeo más mínimo que doy. Y yo quiero besarlo. Quiero besarlo tanto que me arden las ganas entre la lengua y el pecho. Pero también quiero que lo diga otra vez. Quiero oírlo decirlo nuevamente.
—¿Siempre? —Le provoco, como si no me bastara con el corazón temblando.
Él ladea la cabeza, me estudia. Juega con el borde del vaso, y con esos labios rojos que parecen manchados de pecado.
—Sí. Aunque te hayas hecho la tonta. Aunque te rías con otros. Aunque me hables como si yo no supiera lo que haces.
Sonríe. Esa sonrisa. La que me arruina la vida desde que la vi por primera vez. Esa que se le forma apenas al lado izquierdo y que parece una promesa indecente.
—Siempre. Aunque intentes ocultarlo con esa boca tuya que no deja de provocar.
Yo me río, porque es cierto. El desgraciado sabe lo que hago.
—¿Y qué te hace pensar que estaba fingiendo?
—Tus ojos. Siempre me miraron distinto, aunque intentaras disimularlo. Nadie me ve como tú.
Me muerdo el labio, y él lo nota. Claro que lo nota. Alejandría no se pierde de nada, es bien metiche.
—Entonces… ¿qué vas a hacer con eso? —Le susurro. Porque sí. Porque lo quiero provocar.
Él deja el vaso a un lado. Se inclina hacia mí. Estamos tan cerca que ya no puedo respirar aire normal, solo el que sale de su boca.
—¿Qué crees tú que quiero hacer?
Y yo debería decir algo listo, algo digno, algo que lo haga rogar. Pero no puedo. Porque me toca el mentón con la yema de sus dedos y me deja sin idioma.
—Dría… —Susurro, apenas audible.
—Mmm… —Cierra los ojos un segundo, como si mi voz le hiciera cosquillas en la garganta— así me gusta que me llames.
—¿Por qué?
—Porque cuando lo dices tú, suena a deseo.
Y entonces lo hace. Me acaricia la mejilla con la punta de los dedos, suave, como si estuviera tocando algo frágil. Como si yo no fuera fuego envuelto en piel.
—¿Y si te beso? —Pregunta con esa voz que ya no es ronca: es pecado puro, promesa, infierno y cielo.
—No te atreves.
—¿Quieres apostar?
Y me besa.
Pero no es un beso torpe, no es de esos que el alcohol arruina. Es un beso lento, decidido, hambriento. Como si me hubiese estado esperando. Como si siempre hubiera sabido que acabaríamos aquí. Su boca sabe a trago caro y a deseo contenido, a años de silencios, de miradas largas, de bromas para no tocar lo serio.
Nos besamos como si el mundo allá afuera no importara. Como si nunca nadie más hubiese estado antes. Como si el universo solo se hubiera creado para este momento exacto, donde sus labios se funden con los míos y yo no quiero volver a respirar otro aire que no sea el que él exhala.
Cuando se separa, apenas un poco, me queda mirando con esa cara de “lo sabía”. Como si siempre hubiera tenido la certeza de que iba a romperme así.