Meses Antes.
Cuidad de México (México).
Residencia Baronello.
Domingo.
2:47 A. M.
VITTORIO.
La casa aún olía a perfume caro, trago derramado y pretensión adolescente. Esa mezcla inconfundible de las fiestas que organizo sin querer que se salgan de control, pero que siempre lo hacen.
Eran las 2:47 a.m. Lo sé porque lo vi en el reloj digital de la oficina de mi madre cuando entré buscando hielo. Estúpido refri de la cocina se quedó sin nada. Me prometí que sería rápido, pero el universo no coopera conmigo.
No me esperaba a Kalel y Akira ahí.
Menos aún así.
La oficina estaba casi a oscuras, solo con la luz del escritorio encendida, cayendo sobre ella. Akira estaba de pie, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Kalel tenía el ceño fruncido y una mano en el cabello, ese gesto que hace cada vez que está perdiendo el control.
—…No entiendo por qué te alejaste así —Decía él. No gritaba, pero la voz se le quebraba.
—Porque ya no me hace sentido seguir fingiendo que esto funciona —Respondió Akira. Firme. Sin temblar. Con esa calma tan suya que, para quien no la conoce, parece indiferencia. Pero yo la conozco.
Y eso no era frialdad. Era dolor comprimido.
Kalel dio un paso hacia ella.
—¿Fingiendo? ¿Eso es lo que piensas de nosotros? ¿Que fingíamos?
Akira bajó la mirada por una milésima de segundo. Lo suficiente para que Kalel lo notara, lo suficiente para que yo lo entendiera.
Ella ya lo había decidido.
—Fuiste mi amigo antes que todo esto, Kalel. Pero como pareja… nos forzamos. Tú y yo sabemos que esto fue una presión. Y ya no quiero seguir cediendo a cosas que no me hacen feliz solo porque todos esperan que lo haga.
Silencio.
Kalel apretó los dientes.
—¿Es por él?
El aire se volvió hielo. Incluso yo me congelé en el pasillo, quieto, deseando no estar escuchando, deseando estar equivocado. Pero sabía a quién se refería.
—No —Dijo Akira, clara, sin dudar—. No es por nadie. Es por mí.
Y entonces, la vi soltar los brazos. Cruzar la puerta frente a mí.
No me vio.
O eso creo.
Pero Kalel sí. Nuestros ojos se encontraron. Por un instante.
Y luego me miró como si yo también lo hubiera traicionado.
No dije nada.
No podía.
Me quedé en el pasillo, con un nudo en la garganta y un corazón que me dolía por alguien que no era yo.
Y una certeza cruel clavada en el pecho: Akira acababa de romperle el corazón a Kalel.
Y, de alguna forma, también me rompió el mío.
Kalel no se movió.
Solo me miraba como si yo tuviera todas las respuestas, como si por algún motivo fuera responsable de lo que acababa de pasar.
Yo no tenía idea de qué decir.
El hielo ya no me importaba. Nada lo hacía.
—No sé por qué ya no quiere seguir —Murmuró él. Su voz era apenas un susurro, pero estaba cargada de esa mezcla entre incredulidad y desesperación que solo se siente cuando alguien te arranca algo sin anestesia.
—No me lo esperaba. No así. No tan… fácil.
Me apoyé en el marco de la puerta, todavía intentando ordenar lo que había visto. No fácil, Kalel. No fue fácil. Ella estaba rompiéndose también. Solo que no como tú.
—A veces —Dije despacio—, la gente no se va porque ya no quiere. Se va porque ya no puede quedarse.
Kalel cerró los ojos.
Lo vi respirar hondo como si eso pudiera evitar que se le deshiciera el mundo por dentro.
—Pero yo sí quería quedarme —Dijo. Su voz se quebró.
—Yo la amo, Vittorio. Siempre la he amado.
Y eso… dolió.
Dolió porque era cierto.
Porque, por encima de todo, Kalel la amaba. Y yo también. No como él, no de la misma forma. Pero la amaba igual.
Y, aunque una parte de mí celebraba que por fin ya no estaban juntos…
verlo así me destrozó.
Me acerqué y puse una mano en su hombro. Lo sentí temblar un poco.
—Lo sé, Kalel. Pero no basta con amar. Para que funcione… tiene que ser mutuo. Tiene que dolerle no estar contigo de la misma forma en que a ti te duele perderla.
Y Akira… ella no puede darte eso ahora.
Kalel asintió muy despacio.
La luz del escritorio le marcaba las ojeras y esa sombra extraña en los ojos. Creo que no iba a llorar. Kalel no lloraba. Pero estaba roto.
Roto como uno de esos jarrones que nadie nota hasta que cae al suelo y ya no se puede volver a pegar.
—No quiero perderla —Dijo.
—No tienes que hacerlo. Solo… acepta que ya no será de esa forma.
Lo abracé. Porque a veces ser amigo significa abrazar al que fue novio de la persona que amas. Porque no se trata solo de lo que yo siento. Kalel es mi amigo.
Y hoy, eso era más importante.
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Cuidad de México (México).
Residencia Baronello.
Domingo.
3:00 A. M.
Me quedé ahí un rato, en silencio, consolándolo, con el corazón dividido.
Mitad alivio. Mitad culpa.
Y una parte —silenciosa, egoísta— que empezaba a soñar.
Me quedé con Kalel hasta que se calmó. No dijo mucho más. Solo se quedó sentado en el sillón de cuero junto al escritorio, con la mirada perdida en el suelo y las manos entrelazadas como si con eso pudiera sostenerse entero. No insistí. A veces, solo estar ahí es suficiente.
Salí de la oficina en silencio. La puerta cerró detrás de mí con un clic suave. Y fue entonces que la vi.
Akira.
De pie al final del pasillo, junto a la repisa donde mi madre guarda unos libros viejos que nadie lee. Estaba recta, seria, impecable como siempre. Su vestido negro aún perfecto, su espalda erguida, su expresión neutra.
Pero sus ojos…
sus ojos estaban llenos de guerra. Interna. Silenciosa. Contenida.
No me vio al principio. O fingió no verme. Pero cuando di un paso, levantó la vista. Nos quedamos mirándonos por un momento eterno.
—¿Está bien? —Preguntó, sin moverse. La voz le salió firme.
Demasiado.