Sangre Azul, Corazones Rotos.

Capítulo 31:“¿Y tú que querías?”.

Meses Antes.

Cuidad de México (México).

Residencia Baronello.

Domingo.

1:40 A. M.

KALEL.

El aire en la sala estaba cargado. No por el humo ni por el alcohol, sino por algo más denso. Algo que ni el reguetón más ruidoso ni las risas fingidas podían camuflar: el fin de algo que fingíamos que funcionaba.

Akira estaba sentada al borde del sillón en la sala de juegos, con esa expresión perfecta, elegante y mordaz que usaba como escudo. Yo estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos, tratando de parecer tranquilo… aunque por dentro se me estaban deshaciendo los huesos.

—No sé para qué viniste conmigo —Dijo, sin mirarme—. Si ibas a estar de mal humor toda la noche.

—¿En serio? —Resoplé, con una risa seca, casi rota—. ¿Tú vas a hablar de mal humor? Has ignorado todo lo que digo. Desde que llegamos.

Ella giró el rostro hacia mí con esa mirada que paraliza hasta a los que creen tener la razón. Firme. Impecable. Letal.

—¿Y tú qué querías? ¿Que te aplauda cada vez que haces una escena porque cualquier chico me habla?

—¡No es solo eso! —Exploté. Más alto de lo que debía. Un par de chicos nos voltearon a ver. Bajé la voz al instante—. Es porque estás... estás en otro lugar. Siempre estás lejos, Akira. Nunca estás conmigo.

Ella se levantó. Lenta. Dolorosamente lenta. Como si cada movimiento fuera una sentencia.

—Kalel, ya no quiero discutir aquí.

—Entonces vamos a hablar de verdad —Dije, señalando el pasillo—. A solas.

Terminamos en la oficina de la madre de Vittorio. Una habitación alfombrada, con cortinas pesadas y una lámpara encendida que le daba un aire demasiado íntimo para lo que estaba por pasar.

Cerré la puerta detrás de nosotros. Akira se cruzó de brazos. Ni siquiera se quitó el abrigo. Estaba lista para huir.

—…No entiendo por qué te alejaste así —Dije. Traté de sonar firme, pero mi voz ya estaba resquebrajada.

—Porque ya no me hace sentido fingir que esto funciona —Respondió ella. Firme. Inevitable.

Eso éramos ahora para ella. Un acto. Una mentira educada. Un “vamos bien” que ya no le cabía en la boca.

Me acerqué un paso. Solo uno.

—¿Fingiendo? ¿Eso es lo que piensas de nosotros? ¿Que fingíamos?

Bajó la mirada. Casi nada. Pero suficiente para entender que ya estaba decidida.

Que no había regreso.

—Fuiste mi amigo antes que todo esto, Kalel. Pero como pareja… nos forzamos. Lo sabes. Esto fue presión. Y yo ya no quiero seguir cediendo a lo que no me hace feliz, solo porque todos esperan que lo haga.

Silencio.

Apreté los dientes. Mis manos temblaban. Me siento tan impotente que hasta respirar me cuesta.
La conozco. Si tomó esta decisión, no va a mirar atrás. Y eso... eso duele como si se me partiera algo adentro.

—¿Es por él?

El aire cambió. Se volvió más pesado, más filoso. Cuando ella se queda en silencio así, es porque se está cerrando. Y si se cierra, se acaba todo.

—No —Dijo, sin dudar—. No es por nadie. Es por mí.

Soltó los brazos, como si al fin se quitara una carga.

Y me dolió.

Me dolió ser eso para ella: una carga.

Algo que pesa.

Caminó hacia la puerta y la cruzó sin mirar atrás.

Como si terminar lo nuestro hubiera sido la mejor idea del mundo.

Volteé.

Y me congelé.

Vittorio.

Nos vimos. Por un segundo.
Y en ese segundo supe que él ya lo sabía. Que había estado ahí. Que escuchó. Que entendió.
Y no pude evitar pensar que él la ayudó. Que la sostuvo. Que fue su respaldo para alejarse de mí.

No dije nada.

No podía.

Tenía el corazón roto y creo que todo mi cuerpo lo gritaba.

No me moví. Porque si lo hacía, esto se volvía real.
Y yo... no estoy listo para que esto sea real.

Si finjo que no pasa, entonces no pasa.
O tal vez es que necesito creer que no está pasando.

—No sé por qué ya no quiere seguir —Murmuré. Mi voz salió como un susurro tembloroso. Desesperado—. No me lo esperaba. No así. No tan… fácil.

Siempre supe que lo nuestro no tenía futuro.

Pero me aferré a una idea imaginaria. A una esperanza terca.

Preferí creer que el amor iba a ser suficiente. Que con el tiempo, todo encajaría.

Pero fui egoísta. Demasiado egoísta.
Y ciego.

—A veces —Dijo Vittorio, suave—, la gente no se va porque ya no quiere. Se va porque ya no puede quedarse.

Cerré los ojos.

Me pican. Arden.

Tengo la garganta cerrada y el pecho en llamas.

Quiero ser fuerte por ella. Pero por ella también soy débil.

—Pero yo sí quería quedarme —Dije. Y la voz se me quebró—. Yo la amo, Vittorio. Siempre la he amado.

Estoy destrozado.

Las lágrimas están saliendo sin que las llame. Me siento fatal. Me siento... nada.

Vittorio se acercó y me puso una mano en el hombro.

Y ese gesto fue todo. Fue el sello. La confirmación.

Fue real.

Ella se fue.

Y no va a volver.

—Lo sé, Kalel —Dijo—. Pero no basta con amar. Para que funcione… tiene que ser mutuo. Tiene que dolerle no estar contigo tanto como a ti te duele perderla.
Y Akira… no puede darte eso ahora.

Tiene razón.

No puedo seguir siendo tan egoísta.

La amo.

Y por eso tengo que dejarla ir.

Asentí despacio. Aunque por dentro quería gritar.

—No quiero perderla —Dije.

—No tienes que hacerlo —Respondió él—. Solo… acepta que ya no será de esa forma.

Me abrazó.

Y agradecí que lo hiciera.

Porque así me rompí un poco menos.
Vittorio me abrazó. Y yo me quedé quieto. Porque si me movía, me quebraba.

Pero igual me rompí. Solo que… despacio.

Él no dijo nada más. Solo me palmeó el hombro, como diciendo cuida tu corazón, aunque esté hecho pedazos, y luego salió de la oficina. Cerró la puerta con ese clic suave, y en cuanto se fue, sentí el silencio caer como un disparo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.