Meses Antes.
Cuidad de México (México).
Penthouse de Akira.
Martes (ha pasado un mes).
8:07 A. M.
ALEJANDRÍA.
El pan en mi plato se enfriaba. Nadie tenía ganas de hablar, aunque el penthouse estaba lleno: Akira, Vittorio, Kalel, Aleksander y Nikolai. Todos fingíamos desayunar, como si eso tapara el desastre que llevábamos encima. Pasó un mes y no hubo ningún avance, es más, creo que nos metíamos más en la mierda.
Un mes en el que mi bro no reaccionaba. Un mes en el que prácticamente lo obligamos a todo: a bañarse, comer, vestirse, ir al baño, a todo, incluso a respirar.
Kalel, Vittorio, Aleksander y Nikolai han estado con nosotros todo este tiempo. Ni siquiera hemos salido del penthouse, solo cuándo vamos a comprar ropa para todos y al super, que ni siquiera tenemos ánimos de comprar grandes cosas, solo cereal, pan, carne, leche, agua y algunas bebidas.
Ya tenemos una rutina, levantarnos temprano, desayunar juntos, luego platicar con Alejandro para que no esté solo, nos turnamos para dormir con él, ya que los primeros días, Alejandro ni siquiera quería dormir, empezó a hacerlo debido a los sedantes qué le damos.
Se escuchó el ascensor de la nada, la puerta se abrió de golpe. Sentí cómo el aire se me iba de los pulmones al voltear.
—¿Pero qué carajos es esto? —La voz de mi papá, tan ligera y tan seria al mismo tiempo, me atravesó—. ¿Un mes entero desaparecidos y para colmo sin ir al colegio? ¿Creyeron que nadie iba a darse cuenta?
Tragué saliva. No pude moverme. Ni siquiera mirar.
—Buenos días, tíoooo —Dijo Akira, con esa sonrisita que usa cuando intenta suavizar a alguien.
—Nada de buenos, mocosa —Respondió él, caminando hacia la mesa—. ¿Sabes qué? Me voy a ahorrar palabras. Si ustedes no se me dicen qué demonios les pasa, voy a llamar a tu madre, Akira. A ver si así reaccionan.
La cara de mi prima se desfiguró en segundos. La vi entrar en pánico, y yo… yo también. Mi pecho se apretó, las manos me temblaban debajo de la mesa. ¿Mi tía? No. Eso sería el fin. Mejor llamen a Dios.
—¡No, no lo hagas! —Saltó Akira, nerviosa—. Escucha primero.
Papá la miró con esa sonrisa torcida que siempre usa para burlarse de todos, pero esta vez había un filo peligroso detrás.
—¿A ver? Convénceme, heredera. Convénceme de no acusarlos a todos, incluso tú Vittorio. —Lo señaló — Díganme porque carajos los tengo que salvar de esta, porque si no saben, tuve que decir que estaban en mi casa cada que llamaban. Maldita sea. Tú mamá da miedo Akira, lo sabes —Se toca el cabello— ahora, sumen a su abuelo también en esto, estuvo a nada de castigarme y ya tengo 38. Quiero una excusa que me haga querer salvarles el culo de esto.
Yo no podía ni abrir la boca. El miedo me paralizaba. ¿Cómo íbamos a explicarle? Ni siquiera yo entendía cómo habíamos llegado a esto. Mi cabeza estaba en blanco, solo podía sentir el golpe de mi corazón.
Vittorio fue el que no aguantó más.
—¡Es por Alejandro! —Gritó de pronto, con los ojos vidriosos—. ¡No hemos ido porque él está mal! ¡Porque no se levanta, porque no puede!
El silencio fue brutal. El sarcasmo de mi papá se evaporó.
Lo vi congelarse, perder ese aire despreocupado que siempre lo acompaña. Sus ojos buscaron los míos, y yo sentí que se me quebraba algo por dentro.
—¿Mi hijo? —Dijo apenas, pero ya no era un regaño. Era un susurro lleno de miedo.
No pude responderle. Solo bajé la mirada, con la garganta cerrada. Y por primera vez en mucho tiempo, vi a paps, no como el hombre audaz y sarcástico que siempre hace reír, sino como un padre roto, preocupado de verdad.
Papá no dijo nada más. Solo me miró fijo. Yo entendí al instante: quería que lo llevara con Alejandro. Sentí las piernas entumecidas, pero igual me obligué a caminar delante de él.
El pasillo me pareció eterno. Cuando abrí la puerta de la habitación, ahí estaba mi hermano. Sentado en el sofá, con la mirada perdida en la ventana. Ni un parpadeo. Ni un gesto. Solo… vacío.
—Hijo… —La voz de papá tembló, apenas un susurro.
Alejandro no se movió.
Papá se acercó despacio, como si el aire se pudiera romper. Se arrodilló frente a él, intentando buscarle los ojos.
—Soy yo… mírame, por favor.
Nada. Alejandro parecía hecho de piedra.
Sentí un nudo en la garganta. Yo siempre había visto a mi papá como alguien invencible: sarcástico, audaz, hasta coqueto con la vida misma. Pero ahora lo veía derrumbarse frente a su propio hijo.
—Mi niño… —Dijo, con una desesperación que me desgarró—. ¿Qué te pasó? ¿Alejandro?
Le tomó las manos, esas manos frías que no respondían. Yo quería hablar, quería hacer algo, pero estaba congelado.
—Alejandro, soy papá. Estoy aquí, siempre estoy aquí. No importa lo que pase, nunca voy a dejarte. —La voz de papá se quebró, y fue como si algo se me rompiera dentro.
El silencio era insoportable. Alejandro no reaccionaba, seguía mirando la nada, como si el mundo no existiera.
Papá apoyó la frente contra las manos de mi hermano, y por primera vez lo vi llorar. Lágrimas de verdad, sin máscaras, sin sarcasmo, sin disfraz. Lágrimas de un padre que ama a sus hijos con todo lo que tiene y que no sabe cómo salvarlos.
—No me hagas esto, por favor… —Murmuró— ¿Qué demonios le hicieron?
Yo no aguanté más y me arrodillé a su lado, abrazando a Alejandro aunque él siguiera inmóvil. Y en ese instante entendí lo mucho que dolía amar así: con el miedo constante de perderlo todo.
No aguanté ver a papá así. Roto. Sacado de onda por ver a mi hermano así. La culpa empezó a subir porque no puedo decirle solo así como así, como fue que Alejandro acabo así. Me levanté de golpe, casi huyendo, y fui por Akira.
—Ven —Le dije apenas, con la voz rota.
Volvimos a la habitación y señale a papá. Akira entendió lo que quería decir. Fue hacía papá y le susurró algo. El se levantó y camino hacía mi.