Meses Antes.
Cuidad de México (México).
Residencia Alfaro'S Villareal.
Miércoles.
4:06 P. M.
AKIRA.
El cuarto está frío. O yo lo siento frío. O yo estoy fría. O todo está frío aunque el aire que entra por la ventana esté tibio, casi cálido, casi suave. Tibio pero cortante. Tibio pero que me araña la piel. Todo contradictorio, todo mezclado, todo como yo. La ventana abierta deja entrar ese aire y no sé si me calma o me hiere. La mano de Alejandro es helada y no reacciona. No dice nada. No mueve nada. Respira lento, muy lento, tan lento que cada inhalación suya me atraviesa como un golpe en el pecho, porque es lo único que hace: respirar. Porque es lo único que queda.
—¿Desde cuándo perdí el control? —Pregunto. Nadie contesta. Él tampoco. Pero su silencio me responde. Me responde más fuerte que cualquier palabra. El silencio se pega a las paredes y rebota en mi cabeza. Silencio lleno de ruido. Silencio que retumba como un tambor en medio del pecho.
El aire acondicionado zumba. Zumba. Zumba. Zumba. Suena como abejas atrapadas. Como abejas dentro de mi cráneo. Afuera los pájaros chillan como si fuera primavera. Pero no es. No lo es. No lo es. No. La podadora arranca en el jardín, vibra hasta mis huesos, vibra hasta mis dientes. En la cocina alguien deja caer una olla; metálico, seco, agudo, como una campanada que atraviesa paredes. Alguien ríe. Alguien tose. Cortan cebollas. Hacen jugo. Usan la licuadora. El aceite está hirviendo ya. La tetera chilla y chilla. Las voces del servicio suben y bajan, pasos que golpean las escaleras, la puerta que se abre y se cierra como un latido irregular. La lavandería trabaja, escucho la ropa girar aunque esté en otra planta, escucho el agua girar, girar, girar. Todo lo escucho. Todo me atraviesa. Como si mis oídos fueran antenas y mis nervios cables.
No hay descanso. Nunca lo hay. Ni para él ni para mí.
Alejandro sigue mirando la ventana. Sus pestañas no parpadean. Sus ojos parecen de vidrio. Su respiración lenta, rítmica, casi muerta. Y yo pienso. Pienso demasiado. Pienso como si pensar fuera lo único que me mantuviera de pie. Pienso en mil cosas al mismo tiempo, cosas que no caben en una sola cabeza pero igual las meto y se desbordan.
Tengo que hacer que vuelva.
Tengo que hacer que Dría esté bien en el colegio.
Tengo que reparar lo que Kaida rompió sin querer.
Tengo que sostenerlo todo aunque se me deslice entre los dedos.
No puedo permitir que Vesper ni Kaida los lastimen más.
No puedo permitir que me vean perder el control otra vez.
No puedo dejar que me vean débil.
No puedo.
No puedo.
No puedo.
Y pienso en lo que dije, en lo que no dije, en cómo las palabras salieron de mí como cuchillos sin filo pero igual dolían. No quería lastimarlas, no quería, no quería, no quería. Pero tampoco iba a dejar que destrozaran lo poco que queda de él. Y pienso en cómo nunca me callo, ni aquí, ni adentro. Y pienso en lo que no hice a tiempo. Y pienso en el pasado, en cómo todo me persigue, en cómo se me sube encima como un animal hambriento, me muerde, me muerde, me muerde. Y pienso en el futuro, en lo que todavía no llega pero ya me quita el sueño, como si yo viviera adelantada y atrasada a la vez, como si no hubiera presente, sólo cosas que me aplastan.
El cuarto está demasiado frío, demasiado ruidoso, demasiado callado, demasiado todo. El aire me raspa la piel, seco, áspero, como papel. El latido en mi sien es un martillo, golpe tras golpe, martillo tras martillo. Las voces en mi cabeza se mezclan con las voces de abajo, con el canto de los pájaros, con el metal de la olla, con el zumbido eléctrico, con mi respiración y la suya. Todo al mismo tiempo. Todo. Nunca hay silencio. Nunca hay paz. Es como si estuviera parada en medio de un cruce con cien semáforos sonando a la vez, todos en verde, todos en rojo, todos en amarillo. Y yo no sé a dónde ir.
Mis manos tiemblan. Aprieto la suya más fuerte, como si pudiera pasarle mi ruido, mi caos, cualquier cosa con tal de que despierte, que reaccione, que diga algo. Que me diga que todavía queda algo ahí dentro. Que no me deje sola con este ruido.
Pero nada.
Nada.
Nada.
La ventana se abre un poco más por el viento y la cortina se infla como un pecho respirando, como si la casa misma estuviera viva y me mirara. Siento que la casa me mira. Siento que todos me miran. Siento que nadie me ve. Me repito cosas para no gritar, me muerdo la lengua, me aferro a su mano helada. Intento respirar al ritmo de él, pero mis pulmones no saben hacerlo lento. Me ahogo en aire.
Las paredes parecen acercarse. No sé si de verdad se acercan. O soy yo que me achico. O es mi cabeza. El reloj suena, tic-tic-tic, aunque juraría que nunca marcó tan fuerte. El zumbido del aire acondicionado se convierte en una palabra repetida, “zumba, zumba, zumba”, como si me hablara. Los pájaros afuera se callan de golpe y ese silencio se vuelve más fuerte que todo. El ruido cambia de forma, se pega a mi piel.
Y en medio de todo eso me escucho pensar, y mi voz interna suena más alta que nunca: haz algo, haz algo, haz algo.
Pero no hago nada.
Nada.
Nada.
Respiro yo de más. Respiro yo sola. Respiro y el aire me corta. Respiro y me pesa. Respiro y me pierdo. Respiro y me digo que no puedo, pero sigo respirando.
Tengo que mantener el control.
Tengo que mantener el control.
Tengo que mantener el control.
Si lo pierdo, algo peor va a pasar.
Siempre pasa.
Siempre.
Si lo suelto todo, se rompe todo.
Y yo no puedo dejar que se rompa todo.
No puedo.
No puedo.
Aunque me consuma, aunque me trague, aunque me destroce por dentro.
Tengo que seguir entera.
O parecer entera.
Aunque no lo esté.
Aunque por dentro esté hecha polvo.
Verlo así me duele. Me duele más de lo que quiero admitir. Ver a Alejandro tan quieto, tan frío, tan lejos. Mi primo, mi hermano sin ser hermano. Toda mi vida ha sido un refugio, una sombra, un espejo. Y ahora es un cuerpo que respira apenas. Y yo no sé si todavía está ahí. Y yo no sé si soy yo la que lo empuja más abajo sin querer.