Meses Antes.
Ciudad de México (México).
Residencia Alfaro’s Villareal.
Miércoles.
4:16 P. M.
ASTRID
Ver a Akira nuevamente es sorprendente, cada vez más. Por fuera puedes observar a alguien con control, tranquila, soberbia, indiferente y sumamente inteligente. Sin embargo, por dentro sé que hay mucho de eso… y mucho más. Ella es un gran enigma que aún no he podido descifrar; cada gesto, cada palabra suya parece calculada, como si siempre supiera qué debe mostrar y qué no. Es la clase de persona que construye muros invisibles y deja que creas que la conoces, cuando en realidad solo te permite ver lo que ella decide.
Le sonrío suavemente. Estoy muy cansada para fingir entusiasmo, pero sé que ella y Alejandría necesitaban un poco de paz. Akira me resulta difícil de leer, pero Alejandría… es un libro abierto. Su cuerpo habla antes que él: hombros tensos, mirada cansada, pupilas dilatadas por el estrés. Está a nada del colapso, y no intenta disimularlo. Sus ojos me lo confirman: miedo, culpa, desesperación. Sentimientos que en él son raros, porque siempre ha sido más emocional que sensible; siente mucho, pero pocas veces se permite quebrarse.
—Hola —Escucho apenas el susurro de Akira. Tal vez fue para ella, tal vez para mí, pero ahí está: un susurro pequeño, frío y medido, que dice más por su tono que por la palabra misma.
—Hola —Le contesto—. Hubiese estado encantada de verlos de nuevo en otra situación. —Miro a Alejandría—. Tú estás igual de fantástico que siempre: más grande, más hombre y, supongo, más insoportable.
—En eso no te equivocas, apenas y es soportable —Escucho la voz de Akira, tan calmada como siempre y no como me habló por teléfono. Ha puesto el muro otra vez; esa distancia emocional que usa como escudo cuando algo la toca demasiado.
—Solo soy auténtico —Se encoge de hombros—. Qué bien que llegaste, Astrid. —Alejandría me abraza, se aferra a mí con fuerza. Es un abrazo desesperado, uno que busca anclarse a la realidad. Siento todo su miedo filtrándose en mi pecho, convirtiéndose poco a poco en alivio. Él necesitaba contacto humano, alguien que no le exigiera ser fuerte.
Correspondo, tratando de transmitirle calma, de hacer que su respiración se sincronice con la mía. Sus músculos tiemblan un poco; el cuerpo humano no miente, y el suyo grita que ha dormido mal, que ha llorado más de lo que quisiera admitir.
—Alejandría, eres como dos veces más grande que yo. Si sigues apretándome así, voy a chillar como un juguete para can —Digo, buscando romper la tensión.
—Ay, es cierto —Se separa apenado—, lo siento, me dejé llevar.
—Bien, ya basta de cursilerías, Dría —Escuchamos la voz de Akira—. Ven conmigo, Astrid.
Su tono es firme, impersonal. Es curioso: mientras Alejandría se desborda, ella se retrae. Donde él siente demasiado, ella se niega a sentir. Son opuestos que se equilibran sin quererlo.
La veo darse vuelta y subir por las escaleras. La sigo, y con cada paso el ambiente se vuelve más pesado. La tristeza en esta casa es densa, casi palpable, como si se filtrara por las paredes. Akira camina erguida, con el mentón alto, pero sus manos, cruzadas detrás, delatan nerviosismo. La conozco lo suficiente para saber que cuando no sabe cómo ayudar, se vuelve fría.
—Aquí es —Me señala la puerta—. Él está mal, y por eso estás aquí. —Se cruza de brazos—. Necesitamos que lo ayudes.
—Está bien, haré todo lo que pueda. Lo intentaré —La miro.
—No necesito que lo intentes, sino que lo hagas.
—¡Akira! —La regaña Alejandría.
—Lo haré, Akira, lo haré —Paso a su lado y abro la puerta—. Necesitaré estar a solas con él para poder ayudarlo.
—Bien, te esperamos abajo, Astrid —Me sonríe Alejandría y toma del brazo a su prima. Se van.
Entro a la habitación.
El aire se siente distinto aquí dentro. Más denso, más pesado, como si el dolor tuviera forma y estuviera flotando en cada rincón. No hay ruido, no hay movimiento, solo una respiración constante que parece sostenerlo todo por un hilo.
Y ahí está él.
Alejandro.
Acostado en la cama, en posición fetal, con los brazos rodeando su cuerpo como si intentara mantener sus pedazos juntos. Respira, pero parece que cada inhalación le cuesta el alma. Sus ojos están abiertos, pero no miran nada. Es la mirada vacía de alguien que ya no busca respuestas, solo silencio.
Por un momento no puedo moverme. Siento un nudo formarse en la garganta. La mente profesional que siempre analiza, que clasifica y busca causas, se me apaga. Porque esto… esto no se estudia, se siente.
Camino despacio hasta acercarme a la orilla de la cama. No quiero asustarlo, no quiero romper la poca estabilidad que aún le queda. Me agacho un poco para poder verle el rostro, y es entonces cuando noto lo peor: no hay lágrimas. No porque no quiera llorar, sino porque ya no puede. Las ha derramado todas, o tal vez se las tragó hasta ahogarse en ellas.
—Alejandro…Hola —Susurro, casi sin voz.
Nada.
Ni un parpadeo, ni una reacción. Su respiración sigue igual, lenta, quebrada, como si su propio cuerpo se negara a existir.
Me siento en la cama, con cuidado, dejando espacio, pero suficiente para que sepa que no está solo. No digo nada más. Aprendí hace mucho que hay dolores que no necesitan palabras, solo presencia.
Observo su postura: el cuerpo hecho un ovillo, los puños cerrados, la mandíbula tensa. Es una forma inconsciente de autoprotección. Está tratando de regresar al único lugar donde no dolía: antes de todo esto.
Apoyo mi mano suavemente sobre su brazo. Es frío.
Él tiembla un poco, apenas perceptible.
Sus labios se abren, pero no sale ningún sonido.
En su silencio hay tanto grito contenido que duele escucharlo.
—No tienes que hablar —Le digo despacio—. No ahora.
Su respiración cambia apenas, como si una parte diminuta de él se hubiera permitido descansar. Me quedo a su lado, observando el vacío al que mira. Y por primera vez en mucho tiempo, no intento analizarlo.