Meses Antes.
Ciudad de México (México).
Residencia Curiel.
Miércoles.
4:50 A. M.
VESPER
Desperté otra vez con ese vacío insoportable en el pecho.
El tipo de vacío que no te deja ni respirar, que te recuerda, apenas abres los ojos, que algo se rompió y ya no hay forma de repararlo.
Un mes.
Ha pasado un mes desde esa noche, y todavía siento el mismo nudo en la garganta. El mismo temblor en las manos. El mismo silencio pesado, como si mi habitación todavía guardara los ecos de mi propia humillación.
El colegio no cambió. Las clases siguen, las risas suenan igual, pero cada vez que entro al pasillo, las miradas se clavan en mí. No necesitan decir nada; sé lo que piensan.
Sé que todos recuerdan la fiesta.
Sé que saben cómo me enteré.
Cómo Alejandro me hizo sentir la persona más estúpida del planeta, mientras todos miraban.
No lo dicen, claro. Nadie se atreve a mencionarlo.
Pero lo sienten.
Y yo lo siento también.
El silencio duele más que los rumores.
Me quedo sentada en la cama, sin ganas de moverme. Solo miro alrededor.
Todo está igual que antes, excepto yo.
En la esquina, las flores marchitas que me dio en nuestro primer aniversario.
Sobre el tocador, las joyas que juró haber escogido “solo para mí”.
Y en el suelo… los peluches, las cartas, las bolsas de regalo, los tacones, la ropa que alguna vez dejó cuando se quedaba a dormir aquí.
Todo eso que un día parecía amor, ahora solo parece basura con un recuerdo encima. Un recuerdo sucio y falso que quiero arrancarme del corazón. Con toda mi alma deseo olvidarlo.
Siento rabia.
Una rabia tan densa que se me atora en el pecho.
Rabia por haber confiado.
Por haber creído cada palabra suya.
Pero más rabia porque no puedo odiarlo.
Porque lo intento, y no puedo.
Porque, a pesar de todo, sigo queriendo entender por qué.
Por qué no fui suficiente.
—Eres patética, Vesper —Digo en voz baja, con una sonrisa amarga.
Miro una de las camisas de él, arrugada, colgando del borde de la cama.
Esa que usaba cuando decía que no quería irse todavía. Cuando me juraba que yo era la cosa más hermosa de su vida. Qué idiota. Qué idiota. Qué idiota.
La tomo, la aprieto, la huelo, y en ese instante me duele más que nunca.
Sigue oliendo a él.
Y yo lo odio por eso.
Lo odio por seguir aquí, en cada rincón, en cada cosa.
No pienso, solo actúo.
Empiezo a recoger todo.
Las cartas, los peluches, las joyas, los tacones.
Todo.
—¿Esto es lo que queda de nuestro amor, ah? ¿Esto? ¿Un montón de cosas vacías?—Mi voz tiembla, pero no me detengo.
Camino hacia la ventana, la abro de golpe.
El aire frío entra, cortante.
Y sin pensarlo, empiezo a lanzar todo. A romper lo que pueda.
Uno a uno.
Los regalos, las flores, las bolsas, los recuerdos.
Caen al suelo, algunos se rompen, otros rebotan, pero yo no paro.
No puedo.
Siento el corazón latirme tan fuerte que me duele.
Los ojos me arden, y no sé si por el viento o por las lágrimas que por fin se sueltan.
—¡Te odio, Alejandro!— Mi voz sale desgarrada, pero suena hueca.
Ni siquiera sé si es verdad.
Cada cosa que lanzo parece arrancar un pedazo de mí, pero sigo, hasta que no queda nada.
Hasta que el cuarto queda vacío.
Hasta que solo quedan mis manos temblando, mis ojos hinchados y mi reflejo en el espejo, destruido.
Caigo de rodillas.
Y lloro.
Lloro como no lo hice aquella noche.
Lloro por la rabia, por la vergüenza, por la estupidez.
Lloro porque confié en alguien que no valía nada, pero le di todo.
Y mientras el eco de mi propio llanto llena la habitación, me doy cuenta de algo que duele más que cualquier traición:
no fue él quien me rompió.
Fui yo la que se quedó sosteniendo los pedazos, fingiendo que todavía podían armar algo hermoso.
Sé que pasan las horas. La luz del sol me lo dice.
Entro a la ducha, me cambio como un fantasma que repite la misma rutina todos los días.
No me importa acomodarme el uniforme o no. No me importa nada.
Solo quiero pasar el día sin que me miren como si fuera una historia triste que todos conocen.
El desayuno está servido, pero no lo toco.
El chófer me espera afuera, como siempre. Me abre la puerta con ese gesto educado que se siente más vacío que nunca.
Asiento sin decir nada, y el trayecto al colegio pasa lento, pero las horas cada vez se hacen eternas. Son las 9, pero para mí es como si pasaran siglos, con la ciudad moviéndose allá afuera, mientras yo sigo congelada por dentro.
Al llegar, las miradas son peores que el silencio.
Todos fingen que no me ven, pero sé que sí.
Las conversaciones bajan de tono cuando paso.
Y las risas, las malditas risas, suenan como agujas.
—Dicen que Alejandro huyó para no verla.
—Que Vesper fue tan poca cosa para el heredero.
—Que Alejandría habló con él en la fiesta del sábado, que Akira los vio.
Rumores.
Siempre hay rumores.
Y aun así, cada palabra se me clava como un cuchillo.
Agarro mi mochila, cierro la puerta del coche sin despedirme y camino directo al edificio.
Ni miro a nadie.
No pienso sonreír por compromiso.
No pienso fingir que estoy bien.
Cuando entro al salón, la vibra cambia de inmediato.
Noah está sentado con los codos sobre la mesa, la cara apoyada en las manos, como si estuviera procesando algo pesado.
Odessa no dice nada, solo me ve con esos ojos tristes que intentan no mostrar lástima, pero no lo logra.
Y Kaida… Kaida está furiosa.
La veo mascando chicle con una expresión que podría partir el aire.
—¿Ya te enteraste? —Me dice apenas me siento.
—Depende. ¿De qué tengo que enterarme ahora? —Respondo sin ganas.