Años Antes.
Shibuya (Japón).
Penthouse de Akira.
Viernes.
11:11 P. M.
NOAH
El penthouse en Shibuya era ridículamente perfecto: ventanales del suelo al techo, vistas al cruce más loco del mundo, una cocina abierta que parecía sacada de una revista de diseño… y individuos no mayores de edad con cero supervivencia básica mirando el refrigerador como si fuera un portal a otra dimensión.
Yo estaba sentado en el sofá, con las piernas recogidas, viendo el espectáculo. Porque, sinceramente, esto era mejor que cualquier drama coreano.
—Podemos pedir sushi otra vez —Propuso Odessa por tercera vez en diez minutos, recostada dramáticamente en la isla de mármol como si estuviera posando para Vogue—. Hay un lugar que entrega en veintidós minutos exactos. Lo cronometré ayer.
Kaida, que estaba sentada en la encimera (sí, encima de la encimera, con las piernas cruzadas como una reina), puso los ojos en blanco.
—Cuatro días comiendo sushi. Mi cuerpo está empezando a desarrollar branquias. Además, anoche soñé que era un rollo de salmón iiiu.
Akira levantó la vista de su libro.
—¿Y si cocinamos nosotros? —Dijo con esa voz suave y seria que hace que todo suene razonable.
Cinco segundos de silencio absoluto.
Luego todos hablamos al mismo tiempo.
—¿Tú? ¿Cocinar? —Vesper soltó una risa seca—. La última vez que intentaste hervir agua, preguntaste si había que quitarle el cloro primero.
—¡Eso fue una duda legítima! —Se defendió Akira—. El agua de Tokio tiene un tratamiento diferente, era una pregunta válida desde mi punto de vista.
Alejandro, que estaba intentando (sin éxito) abrir una lata de atún con un cuchillo de mantequilla, intervino:
—Técnicamente, podríamos hacer arroz. El arroz es fácil. Pones arroz, agua, fuego. Proporción 1:1.5, ¿no?
Alejandría lo miró como si hubiera propuesto sacrificar una cabra en el salón.
—Esa proporción es para arroz basmati, idiota. El japonés necesita 1:1.1 y reposo posterior. ¿O quieres que comamos pegote?
—Guys —Intenté yo, con mi tono de "vamos a calmarnos todos" que nunca funciona—. ¿Y si pedimos ramen? O yakitori. O… literalmente cualquier cosa que no implique que alguien prenda fuego a este piso de 20 millones de dólares.
Kalel, que había estado en silencio calculando algo en su teléfono, habló por primera vez:
—Según mis cálculos, si pedimos ahora, la comida llegará en treinta y siete minutos. Si intentamos cocinar, hay un 89% de probabilidad de que activemos la alarma de incendios. Ya pasó en París, recuerdan.
Todos recordábamos París. Todavía tengo pesadillas con el olor a humo de tofu quemado.
—El otaku tiene razón —Hablo Kaida.
—OKKKK— Kalel la miro feo.
Vittorio, que había estado mirando el microondas como si fuera un artefacto alienígena, finalmente habló:
—El problema aquí es filosófico. Estamos enfrentando la contradicción entre nuestra competencia teórica y nuestra incompetencia práctica. Es el clásico dilema de la caverna de Platón, pero con hambre.
Kaida le tiró una servilleta.
—Callen al hippie.
Akira se levantó, se remangó la camiseta de Nietzsche y anunció:
—Yo voy a hacer onigiri. Es solo arroz, alga y relleno. Nada puede salir mal.
Diez minutos después:
El arroz estaba pegado al fondo de la olla como cemento armado. El alga nori estaba… en algún lugar del suelo (Akira lo había mirado con resignación cuando se le cayó, esperando claramente que se limpiara solo). Y ella estaba de pie frente al desastre con las manos en la cintura, analizando la situación como si fuera un problema de física cuántica.
—He llegado a la conclusión —Anunció con total seriedad— qué vamos a empezar la dieta del aire.
Odessa ya estaba en su teléfono.
—Veintidós minutos —Anunció triunfante—. Sushi otra vez. Con extra de wasabi para que al menos sintamos algo.
Me levanté del sofá y me acerqué a Akira, que seguía mirando el arroz rebelde con expresión de traición.
—¿Sabes qué? —Le dije, poniendo un brazo alrededor de sus hombros—. Mañana vamos a clases de cocina. Todos. Obligatorio.
—¿Todos? —Preguntó Vesper, horrorizada.
—Todos —Confirmé.
Kaida levantó su lata de jugo.
—Por el día que aprendamos a alimentarnos sin ayuda de apps de delivery o mayordomos.
Todos brindamos con agua embotellada.
El sushi llegó igual. Lo devoramos en doce minutos exactos.
Y a los quince minutos ya estábamos otra vez hambrientos y cabreados.
—No. Más. Sushi —Declaró Kaida, tirándose de espaldas en el sofá como si hubiera recibido una bala—. Prefiero comerme mis propios zapatos Louboutin.
Akira no había tocado su plato.
—Ramen. Ahora. Hay un sitio en Ebisu que abre hasta las tres de la mañana y tiene cuatro estrellas y media en Tabelog. Vamos.
—¿A pie? —Preguntó Odessa, horrorizada, mirando sus tacones como si fueran a desintegrarse solo con pensarlo.
—No, Odessa. En teleport —Respondió Akira con su sarcasmo habitual—. Claro que a pie, son quince minutos.
Odessa abrió la boca, la cerró, abrió la boca otra vez.
—No.
—Vas —Dijimos todos al unísono.
Diez minutos después, Odessa iba arrastrada del brazo por Alejandría y Alejandro, quejándose de que en Tokio había demasiada humedad para su pelo.
Llegamos al local: un agujero en la pared con barra larga, vapor, olor a caldo de cerdo que te hacía llorar de emoción y un cartel que decía らーめん じろー.
Nos sentamos en fila como patitos ricos perdidos. El mesero, un señor de sesenta años con cara de “otra vez turistas”, nos entregó las cartas.
Y ahí empezó el circo empezó de nuevo.
—Kalel, dile que queremos seis tonkotsu, uno shoyu sin cebollino y uno miso vegetariano —Dijo Kaida, dándole golpecitos en el hombro.
Kalel la miró como si quisiera estrangularla con el menú.
—¿Por qué yo? ¿Por ser el único asiático de la mesa de repente soy el traductor oficial?