Meses Antes.
Cuidad de México (México).
De camino a la residencia Azul.
Viernes.
5:16 P. M.
ODESSA.
Estoy sentada en el asiento trasero del Bentley de mi familia, con Noah a mi lado, todavía con la cara de quien quiere prenderle fuego al mundo entero. El chófer, Raúl (bendito sea, que lleva conmigo desde que usaba calcetas con moñitos), nos mira por el retrovisor como diciendo “niños, ¿otra vez con sus dramas de ricos?”. Yo le hago una seña rápida.
— Raúl, a la casa de Akira, por favor. Emergencia total.
Noah me mira con los ojos como platos.
—¿Estás loca? ¿Vamos a llegar sin avisar? Esa mujer tiene más seguridad que el Banco de México.
—Pues por algo vamos sin avisar, genio. Si le mandamos mensaje, nos va a decir que está ocupada o alguna de esas cosas y no la vemos nunca.
Noah suspira dramáticamente y se cruza de brazos.
—Perfecto. Vamos a morir. Pero al menos moriremos juntos, mi amor platónico no correspondido.
—Idiota.
Llegamos a la casa del mismo demonio. Toco el timbre como si estuviera tocando la puerta del infierno. Nos abre una de la servidumbre, nos reconoce y nos deja pasar a la sala principal. Todo huele a dinero viejo y a ese incienso caro que usa la mamá de Akira cuando está estresada.
Nos sentamos en el sofá. Pasan diez minutos. Quince. Veinte. Noah ya está haciendo aviones de papel con las servilletas de tela bordadas.
—¿Y si se fue a Dubái sin avisar? —Susurra—. Eso sería muy de ella.
Y entonces, bajando las escaleras como si estuviera desfilando en París, aparece… Akers.
La hermana menor. Un año nada más, pero parece que vinieron de planetas distintos. Akira es puro fuego bronce, ojos dorados que te queman la dignidad; Akers es hielo nórdico, piel de porcelana, ojos azul Antártida. Se parece al papá. Y tiene esa misma vibra de “te miro y ya te odio un poquito”.
Nos ve y arquea una ceja perfecta.
—¿Y ustedes qué hacen aquí?
Yo me levanto de un brinco, intentando sonar casual y fallando estrepitosamente.
—Eh… vinimos a ver a Akira. ¿Está?
Akers nos mira como si acabáramos de preguntarle si puede prestarnos su tarjeta negra.
—¿Akira? —Repite, como si la palabra le diera alergia—. Akira no vive aquí desde hace como tres semanas.
Silencio.
Noah y yo nos miramos. Yo siento que me acabo de tragar un limón entero.
—¿Cómo que no vive aquí? ¿Está en el penthouse? —Pregunta Noah, con esa voz aguda que pone cuando está a punto de entrar en crisis existencial.
Akers se encoge de hombros, disfrutando claramente el momento.
—Se mudó. Temporalmente. Con mi tío y los mellizos... ¿No se supone que son mejores amigos o algo así?
Noah se muerde el labio tan fuerte que creo que se va a sacar sangre.
—Obvio que lo sabíamos —Miento descaradamente—. Solo… veníamos a… recoger unas cosas que dejó. ¿Verdad, Noah?
Noah me mira como si quisiera estrangularme con amor.
—Claro. Sus… eh… sus calcetas de Hello Kitty. Las extraña mucho.
Akers nos mira como si fuéramos dos cucarachas con doctorado.
—Ok...ya conocen la salida —Nos mira super raro.
—Gracias, pero tenemos una urgencia —Digo, agarrando a Noah del brazo tan fuerte que casi lo deslocco.
Salimos de ahí como si nos persiguiera el diablo vestido de Prada.
Ya en el auto, Noah se tapa la cara con las manos.
—Oficialmente odio mi vida. Akira vive con los mellizos. Los mellizos. ¿Te das cuenta de qué todo se va ir al carajo?
—Raúl, a la casa de Alejandro y Alejandría. Ya —Ordeno, ignorando el drama de Noah.
—¿¡QUÉ!? —gñGrita Noah—. ¿Vamos a aparecer sin avisar en la guarida del diablo? ¿Estás loca? ¡Me van a enterrar en el jardín trasero junto con mi gorra!
—Relájate, reina del drama. Solo vamos a hablar con Akira. Civilizadamente.
Noah se cruza de brazos, refunfuñando.
—Civilizadamente. Claro. Porque todo en este grupo es súper civilizado últimamente. La última vez que alguien intentó hablar “civilizadamente” terminaron gritándose en una fiesta con champaña de mil dólares el litro.
Raúl tose disimuladamente desde adelante.
—Señorita Odessa… ¿está segura de que quiere ir allá? La última vez que dejó a la señorita Akira y a usted en la misma habitación terminaron rompiendo un jarrón Ming.
— Raúl, por favor. Eso fue hace dos años. Ya somos adultas.
—Tenemos 18, Odessa, ni sabemos cocinar —Noah gruñe.
—Cállate, Noah, somos adultos.
Noah levanta la mano.
—Disculpa, yo no. Yo sigo siendo un niño emocional de cinco años con trauma de abandono.
Llegamos a la casa de los mellizos. Las rejas se abren solas.
—Así empiezan las malditas películas de terror, Odessa —Noah como siempre de oportuno.
Aparcamos justo detrás del Lamborghini de Alejandría que, por cierto, tiene una abolladura nueva. Interesante.
Bajamos. Noah está literalmente rezando en voz baja.
—Señor, si muero hoy, que sea rápido y que mi epitafio diga “Murió por chismes y mala planificación”.
Toco el timbre.
Se abre la puerta.
Y ahí está Vittorio, en shorts de gimnasio y sin camisa, con una botella de agua en la mano.
Nos mira de arriba abajo.
—Hola chicos —Nos sonríe.
Noah susurra detrás de mí:
—Vittorio está encuerado.
—¡Noah! —Lo regaño.
—Ay —Vittorio se pone rojo.
—JAJAJAJJSJAJAJAJSJJA, se puso rojo como su cabello —Noah se burla.
—¿Está Akira?
—Eeeeeh, sí, pero no está de bien humor —Vittorio ya se esta cubriendo el cuerpo con la mano.
—Listo, lo que faltaba, el demonio de mal humor —Noah se queja peor que un niño.
Estamos parados en la entrada como dos idiotas esperando el veredicto de un juez. Vittorio nos mira con esa sonrisa nerviosa de "yo no tengo nada que ver en esto, pero aquí estoy", y Noah está a punto de colapsar. Literal, lo veo mordiéndose las uñas, mirando hacia las escaleras como si de ahí bajara un dragón con tacones.