Sangre Azul, Corazones Rotos.

Capítulo 41:“Nacimientos”.

Cuentan los que saben escuchar a la ciudad, los que ponen atención cuando la cuidad les habla que, cuando la luna se acomoda en cierto ángulo y las luces parecen parpadear con intención propia, la Ciudad de México murmura historias que solo nacen en noches muy particulares.

Historias que no comienzan con un “érase una vez”, pero que podrían. Historias que se esconden entre cables eléctricos, bajo los pasos apresurados de los noctámbulos, y en los techos que crujen como si guardaran secretos antiguos.

Aquella noche, la ciudad abrió sus avenidas como si fueran páginas. Las farolas titilaron con un ritmo casi narrativo y hasta el viento se coló entre los edificios con la suavidad de una pluma que roza papel. Y entre una página y otra, tres nacimientos se deslizaron hacia el mundo, cada uno marcado con un hilo invisible. Cada uno en diferente momento del año 2007. El destino, juguetón como un niño que no suelta sus juguetes favoritos, decidió atarlos sin pedir permiso, trazando un mapa que ningún adulto tendría la sensatez de imaginar.

En una torre resplandeciente del norte, donde el mármol parecía recién lavado por manos invisibles y el aire olía a dinero viejo, nació la primera niña. Las lámparas del pasillo iluminaban el piso como si fueran constelaciones puestas ahí solo para ella. Todo estaba preparado con la perfección de un escenario: médicos que se movían como si hubieran ensayado sus pasos, cortinas que dejaban entrar solo la luz más bella, padres que sonreían sin permitir que la sonrisa agrietara su control.

El reloj marcó la hora con puntualidad arrogante. Ella llegó llorando con fuerza, y por un segundo, la clínica entera pareció detenerse para escucharla. Su llanto llevaba una promesa y una advertencia: había llegado alguien que, sin saberlo, cargaba una herencia llena de brillo, pero también de sombras muy largas. Los pasillos olieron a futuro, a legado, a expectativas que aún no tenían nombre. Alguien en la sala dijo que la niña tenía los ojos “demasiado atentos para ser recién nacida”, pero nadie lo tomó en serio. Los cuentos empiezan así, con detalles pequeños que todos ignoran.

Más al sur, en una mansión donde el silencio pesaba más que los cuadros colgados en las paredes, nació un niño. Su llegada no tuvo aplausos, ni luces blancas, ni médicos con voces suaves. Solo un cuarto amplio, una madre ausente incluso con los ojos abiertos, y unos abuelos que se movían con prisa para que el pequeño sintiera al menos una forma tibia de amor. La habitación estaba llena de objetos caros y emociones baratas, como si la riqueza hubiera cubierto la falta de afecto con capas demasiado delgadas.

El niño respiró por primera vez y el aire tembló. No por magia, sino por la verdad incómoda de su nacimiento: rodeado de lujo, pero sin hogar en los corazones que debían recibirlo. Los abuelos lo sostuvieron con manos firmes, intentando llenar con ternura un vacío que no les correspondía. Una nana entró en ese momento y se detuvo, mirando al niño como si hubiera encontrado una grieta en la gran muralla emocional que siempre rodeaba esa casa. Fue solo un instante, pero suficiente para que la historia tomara nota.

Y en el centro de la ciudad, donde los cuentos a veces se confunden con las tragedias, un quirófano humilde libraba una batalla. La tercera bebé llegó envuelta en urgencia, sostenida por manos que luchaban por salvar dos vidas a la vez. Solo una pudo quedarse. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas como si quisiera entrar para presenciar el desenlace. Dentro, los doctores se movían con la desesperación de quienes saben que el reloj nunca negocia.

La madre se fue como se apagan las velas que arden demasiado rápido, dejando atrás una niña diminuta y un abuelo que la tomó contra su pecho como si temiera que el mundo pudiera arrebatársela también. El hombre lloró en silencio, con la dignidad rota y los brazos tensos. En ese pequeño hospital, nadie habló de destino, pero todos sintieron que algo irreparable acababa de trazar un nuevo camino.

Así, la ciudad cerró su capítulo nocturno.

Tres niños nacieron en lugares distintos, bajo estrellas distintas, pero unidos por el mismo hilo que el destino había trenzado desde antes que alguno respirara.

No lo sabían, pero sus vidas ya estaban alineadas, como si fueran protagonistas de un cuento que se escribe solo, donde cada paso que den los llevará inevitablemente hacia el encuentro.

Sí, los tres nacieron en oro, pero ese oro ya viene contaminado desde antes.

Y aunque nadie lo diga, todos los cuentos tienen una sombra detrás.

Una verdad plantada como semilla.

Algo que espera el momento exacto para florecer.

Porque este no es un cuento de hadas.

Pero sí es un cuento.

Y, como todos los cuentos, ya decidió hacia dónde quiere llevarlos.

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6/7




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