El pequeño apartamento del periodista me recordaba al de Luciano, donde me alojara cuando pensaba comenzar una nueva vida. Víctor Fonn, el periodista, de unos treinta y cinco años, alto, con algo de sobrepeso, nos invitó a sentarnos en el comedor ya que su sala estaba sepultada bajo montones de carpetas, libros y papeles.
―Perdonen el desorden, estoy en medio de una investigación... Pero me dicen que tienen información relevante.
―Así es―dijo Demetrius colocado sobre la mesa una memoria USB―. Pero antes quisiera saber cuál es un motivo para ir en contra de Bazinger Labs. Porque realmente esperaba ver a un hombre con SHFP.
―Sí, tiene razón, no tengo la enfermedad. Sin embargo, soy paciente de Bazinger, de alguna forma. Soy un caso único: el primero en nacer de una pareja con SHFP y que no heredó la enfermedad.
―¿Quiere decir que sus padres tienen SHFP y usted no?
―Exacto. Mis padres pertenecen a la primera generación que nació con la enfermedad. De alguna manera yo no la tengo. Ni siquiera un gen recesivo.
―Pero, ¿qué tiene que ver con Bazinger?
―Pues que obviamente decidieron experimentar conmigo buscando una dizque cura. Pasé los primeros nueve años de mi vida yendo y viniendo de sus instalaciones. Mis brazos parecían coladores con tantos agujeros―. Rio un poco―. Un día escuché a su líder decir que querían crear una nueva enfermedad y hablaron sobre ser inmortales y ricos. Les dije a mis padres y me retiraron de las investigaciones. Su líder se llama Cornelio Aeneid.
Ese nombre no me era desconocido. Fue quien me sacó de las catacumbas, quien esparció la enfermedad y quien secuestró a Rosario. También dirigió los experimentos en John Altamirano.
―Veo que el nombre le suena―me dijo Víctor―. Es un médico genetista, pionero en su campo y en la investigación de SHFP. Creador de la famosa pseudosangre. En la actualidad tiene como ciento veinte años de edad. Dice haberse contagiado de la enfermedad durante sus investigaciones. Sus mentiras pueden ser fascinantes. Llegó a Ciudad Capital hace unos días con dos pacientes peligrosos, según él―. Me miró fijamente―. Tú eres uno de los que él busca, verdad. Y la chica, Rosario Altamirano, ¿quién es?
―Sí, soy el que buscan. Rosario es una joven a quien Bazinger Labs secuestró de su hogar. La ayudé a escapar pero ahora tienen a sus padres.
―Entonces deben ser los tales pacientes que trajeron. No me extraña. Son muchos los casos donde se llevan a las personas por la fuerza. Aquí vino una vez hace unos años el mismísimo doctor Aeneid a amenazarme así que le di unas muestras de mi sangre para que me dejara en paz.
Una vez Demetrius sintió confianza en Víctor, le entregó la memoria USB donde se encontraba parte de la información. Víctor la revisó en su computador y dijo que trabajaría en ello todo el día. Era humano después de todo y necesitaba dormir.
―Me gustaría hablar personalmente con la señorita Rosario Altamirano.
―Ya veremos eso después―contestó Demetrius.
Llegamos a casa de Demetrius cerca de las cuatro de la madrugada. Rosario aún estaba en su habitación. Entré y la hallé sentada contra el cabecero de madera, abrazando la almohada y con los ojos rojos de tanto llorar.
―¿Cómo te sientes?―pregunté sentándome en la cama.
―Bien. ¿Cómo les fue?
La puse al tanto de la reunión con Víctor Fonn.
―Perdóname por decirte que te odiaba. No es cierto.
―Está bien, sé que esto no es fácil para ti. Descansa.
La besé y salí de la habitación hacia la sala de estar. Todos habían salido al jardín a conversar sobre lo que se haría luego de publicada la noticia.
La llegada del amanecer los obligó a entrar a la mansión. Permanecí de pie sintiendo los primeros rayos del sol de la mañana. Demetrius y Helen me observaban sorprendidos desde la puerta.
―¿Has bebido pseudosangre, Edward? No deberías beber esa porquería.
Me quedé afuera un rato más, despidiéndome de la luz. Al entrar ya todos se habían ido a dormir y sólo quedaban las doncellas que iban y venían haciendo la limpieza. Mary se acercó a mí con su aire dócil y servicial.
―¿Desea beber algo de sangre antes de dormir, amo Edward?
―Sí.
La acerqué hacia mí y le clavé los colmillos en su cálido cuello. El sabor de la sangre humana. «Perdóname, Rosario, por pensar que sabe mejor que la tuya.»
Volví a sentirme fuerte, ágil y, extrañamente, cansado y adormecido. Caminé hacia la habitación de Rosario quien dormía tranquilamente y me recosté junto a ella. Acaricié su cabello y su rostro.
Finalmente me dormí.