Un olor a sangre llegó a mí. Sangre de una mujer joven. Abrí los ojos y vi a Alucard junto a mí. Lo que me sorprendió no fue verlo en la cama conmigo sino que estuviera dormido.
Salí de la habitación y sólo vi un largo pasillo que se extendía de un extremo al otro. Aún sentía los efectos del sedante y me sentía mareada. Una joven mucama se acercó desde uno de los extremos del pasillo. No recuerdo muy bien la conversación pero me llevó a una especie de subnivel bajo la sala donde las mucamas vivían. Allí me sirvieron el desayuno: huevos con jamón y una taza de chocolate. Hacía frío. Estaba sentada con ellas, siete en total, en un gran comedor redondo en la cocina. Todas eran muy jóvenes, de mi edad aproximadamente, bastante animadas y hacendosas. Y todas tenían marcas de mordidas en los brazos y en el cuello.
El olor a sangre que percibí en Alucard venía de una de ellas, Mary, de cabello negro ondulado y ojos oscuros. La pregunta se me salió de la boca sin permiso.
―Alucard bebió de tu sangre, ¿verdad?
―Sí, señorita Rosario―. Se percató de la intención de mi pregunta―. Es mi trabajo. El de nosotras.
Huérfanas que ya no tenían posibilidad de ser adoptadas. Eran llevadas desde los nueve años a los miembros de la Sociedad para servirles como alimento. Pero se sentían afortunadas.
―Nos brindan un hogar. Además, al cumplir los veinte podemos decidir si quedarnos o irnos. Algunas se quedan, la paga no es mala. Las que se van reciben buenas referencias laborales.
―¿Y cómo explican las marcas de mordidas?
―Esta es una ciudad muy grande, nadie pregunta eso.
Las mucamas se fueron a dormir, su trabajo era nocturno. Yo subí hacia la sala de televisión, siguiendo las indicaciones de Mary, pero aún estaba desorientada en parte por el sedante y en parte por el tamaño de la casa, la cual estaba oscurecida por las cortinas. Finalmente encontré la sala de televisión, la cual tenía una ventana abierta. Pasé frente a ésta sin precaución y me quemé el rostro y el brazo con la luz del sol. Cerré las cortinas rápidamente y me acosté en el sofá un tanto alterada. Vi cómo se regeneraba mi piel. Las mordidas de Alucard habían desaparecido también.
Empezaba a recordar con más claridad: el soldado, el disparo, haber bebido su sangre hasta no escuchar más los latidos de su corazón. Había matado a una persona… Me estremecí y quise llorar pero no hubo lágrimas. Ni remordimiento. Encendí la televisión y pasé las siguientes horas perdida entre mis pensamientos, mis sueños y una mala película.
Apagué la televisión y volví a la cama junto a Alucard.
El atardecer trajo a la vida a los habitantes de la mansión. Desperté un poco antes que Alucard y permanecí acostada esperándolo. Él finalmente abrió los ojos y se sentó un tanto confundido. Miró alrededor y luego a mí.
―¡Buenos días, Alucard! O, ¿buenas noches?
―Yo… ¿Me dormí?
―Eso parece.
―Ya veo. La sangre humana…
Se quedó observándome como si no hubiera querido decir eso.
―Ya lo sabía. No te preocupes.
Guardó silencio un rato, meditando. Luego habló:
―Rosario, quisiera que habláramos sobre lo que sucedió la última noche en el cerro.
«¿Lo del soldado?» Me senté.
―Te pido que me perdones por mancillar tu honor. No debí aprovecharme de las circunstancias.
Admito que me causó algo de gracia. A veces Alucard podía ser un poco mojigato.
―Te prometo―continuó―que cuidaré de ti por siempre.
―Los tiempos han cambiado, mi querido Alucard. Nada de lo que pasó entre los dos esa noche fue sin mi consentimiento. Además, el honor de una mujer no está entre sus piernas sino en su cabeza.