Sangre Carmín

CAPÍTULO NUEVE.

DEO.

Observar a su hermano postrado en aquella cama, desangrándose y luchando por su vida, sin duda era un momento más que agregar a su enorme lista de tragedias.

Deo se preguntaba: ¿Cuándo acabaría su miseria? ¿Qué es lo que había hecho para merecer todo eso? Si bien ahora siendo un adulto; había cometido un par de cosas de las cuales no estaba orgulloso a pesar de no haber tenido opción, aún no entendía cómo es que Dios o quien fuera que llevara las riendas de su destino y el de la demás gente, había permitido que lo convirtieran en lo que ahora era.

Jamás terminaría de aceptar su aspecto; nunca se sentiría en paz sabiendo que no era normal, que nunca lo fue. Solo había tenido un par de años para disfrutar de su infancia, para ver sus verdaderas facciones. Con el pasar del tiempo comenzaba a olvidar su rostro; la forma de su boca y nariz, el diente chueco que estaba junto a su colmillo y el color de su piel; el tono canela que hacía resaltar sus ojos verdes. Al menos lo aliviaba saber que era parecido a su padre, por lo que observarlo a él, era como mirarse a sí mismo, como visualizar la imagen que tendría en algunos años, bueno, que hubiese tenido si no fuera un therión.

Pensar en las cosas que nunca tendría lo ponían terriblemente mal, le dolía el pecho al caer en cuenta que jamás podría tener pareja o hijos, no se casaría, no le romperían el corazón, nunca besaría o acariciaría a alguien, simplemente no disfrutaría de su vida. Creía que ya había aprendido a resignarse, pero no era verdad. Aún anhelaba cosas que jamás podría poseer, aún sentía la presión de los días transcurrir; de cada mes, año y décadas que seguía siendo una criatura.

A veces observaba el tatuaje en su brazo y sentía que enloquecería, quería arrancarse la piel o simplemente desaparecer. Ver el pequeño pulpo tatuado en su piel le recordaba su miseria. Deo ya no quería seguir, no podía hacerlo. Los días para él se habían convertido en una tortura, por las noches no quería cerrar los ojos, pues sabía que al despertar debía hacer frente a su autodesprecio, y fingir que estaba animado era doloroso.

La idea de enfrentarse a alguien en la arena, sonaba a una liberación. Era su oportunidad de acabar con todos sus tormentos. Solo tenía que aceptar y dejar que su oponente hiciera el resto. Su descenso al menos serviría de algo, pero sabía que si perdía la vida dejaría a su suerte a su padre, y peor aún a su hermano menor.

Egan podía fingir que era valiente, alguien a quien no le importaba lo que pasara o lo que los demás pensaran de él, pero Deo sabía cómo era realmente, era capaz de percibir el miedo en los ojos grises de su hermano, sabía lo sensible que era, lo culpable que se sentía por cosas que ni siquiera le correspondían. Egan siempre trataba de protegerlo, podría ser la persona más dura y testaruda del mundo con todos los demás, pero con Deo siempre se había portado como si le debiera la vida, como si fuera su culpa, que él fuera un monstruo.

Dejar solo a Egan sin duda era de las cosas más difíciles que le podrían suceder, aunque el therión sabía que a veces ni siquiera él era capaz de frenar las ideas tontas y suicidas de su hermano menor. Es por eso que había sido tan estúpido al dejarlo pelear, es por eso que justo ahora se sentía una mierda; se sentía culpable, porque si el rubio moría, él sería igual de responsable que todos los demás, igual que Ranv, Fradaric o incluso Woodford.

No podía perderlo, porque eso implicaba perderse a sí mismo, a su familia, sus mejores recuerdos. Era devastador imaginar que no volvería a ver la cara de su hermano; los ojos grises que le recordaban a la mirada de su madre, su desordenado cabello rubio, idéntico al de su progenitora. Perder a Egan implicaba despedirse de lo único que le recordaba a su madre, que le recordaba que había nacido humano. Perderlo significaba perderla a ella también y eso era algo que no podía soportar.  

 




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