Sangre damphyr

Prólogo

Beckov, Eslovaquia, 1899

La oscuridad a su alrededor era asfixiante, el denso aire que la envolvía le impedía respirar con claridad. El bosque tenebroso le susurraba al oído que no se fuera, que permaneciera junto a él por siempre.

Desde hacía ya varios años que una fuerza extraña asechaba el pueblo aprovechando la soledad y la lejanía de las casas. Los campesinos procuraban no salir de noche y menos en los meses fríos o ventosos. La soledad era una amenaza para todas aquellas almas desgraciadas que inconscientemente buscaban el final.

Una joven apareció entre los árboles a paso veloz, sus manos temblaban y su labio inferior se movía rápidamente en un vaivén rítmico y tembloroso, se le notaba nerviosa, angustiada.

Ivy era su nombre.

Llevaba más de veinte minutos caminando, casi corriendo por temor a los rumores que recorrían el pueblo: una fuerza extraña devoradora de hombres que aparecía al anochecer. Ivy solía atravesar el sendero todos los días a toda hora y nunca había visto o vivido algo fuera de lo normal… hasta hoy, cuando al llegar el alba encontraron el cuerpo sin vida de una de sus mejores amigas, Elhemina.

Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar a su amiga: su piel se encontraba tan pálida como la de cualquiera que perteneciera al mundo de los muertos, pero su expresión nunca la olvidaría, en sus ojos se apreciaba el terror, no era miedo, era el rostro del terror mortal que la había tomado por sorpresa, como si se hubiera visto frente a frente con la mismísima muerte.

Ese acontecimiento sembró el pánico en Beckov, alertando así a los líderes y obligándolos a colocar protecciones en las casas. Ivy sabía de qué se trataba, pero su escepticismo le impedía creer sin ver.

«Pobre e ingenua, niña», una voz se escuchó en su mente.

Se detuvo en seco y observó el camino y a su alrededor con la esperanza de haber alucinado. Meneó la cabeza negando lo que había escuchado y continuó su camino. El aire frío de la montaña acariciaba su rostro mientras que con el chal se cubría los hombros para protegerse de la brisa.

Su madre le había contado una historia cuando era niña, una leyenda que ocurrió cerca de Rumania, por los Montes Cárpatos: una luna sangrienta que daba inicio a una era de terror. Se decía que un grupo de caballeros ingleses, armados con escopetas, cuchillos y cruces persiguieron con ira reflejada en sus ojos a un grupo de gitanos que llevaban consigo una caja, cuyo contenido era desconocido, pero algunos decían que llevaba en su interior a un mítico ser lleno de rencor y deseos de venganza. Los ingleses lograron interceptar y destruir a la criatura que se refugiaba dentro de la caja, pero con ello, una joven mujer había muerto en manos de un hombre que llevaba consigo una daga de plata que resplandecía con un rojo escarlata que igualaba el color de la sangre.

Después de aquel acontecimiento, tres países se convirtieron en presas de extraños asesinatos: Rumania, Hungría y ahora Eslovaquia.

Ivy se detuvo al sentirse observada, lentamente giró su cabeza a un lado para cerciorarse de no ser seguida, pero la oscuridad no le permitía observar más allá de la longitud de su brazo. El aullido de un lobo se escuchó entre los árboles asustándola. La noche llevaba consigo su sello personal: la muerte.

Nerviosa, aceleró el paso sin dejar de mantenerse alerta a cualquier ruido que resultara sospechoso. De vez en cuando, se giraba para observar los muros de árboles que la rodeaban. Otro aullido se escuchó.

Esta vez, ella caminó más rápido, esperando poder llegar a salvo, cuando el bosque sumido en un total silencio comenzó a cubrirse con una espesa bruma que dificultaba su visión.

—¡No, por favor! —susurró apretando los ojos sin dejar de avanzar.

La niebla era clara señal de que Él estaba cerca, o al menos eso era lo que los líderes decían. Por un momento se le escuchó blasfemar a todo pulmón por su necedad de creer en lo imposible.

Al fin logró visualizar una pequeña casa de madera al final del sendero. Sonrió de alivio al reconocerla y dio un suspiro, pero este no fue duradero ni satisfactorio, en un parpadeo, la silueta de un hombre alto y delgado apareció esperándola del otro lado. Ella se detuvo en seco y lo observó un instante, sólo necesitó algunos segundos para ver sus ojos, tan rojos como la sangre y llenos de esa chispa de maldad y lujuria que lo identificaban. Entonces comprendió.

A su mente llegaron escenas que parecían tan reales, como si ella misma lo hubiera vivido en la piel de Elhemina. Su amiga había encontrado el mismo destino y ahora era su turno.

«Nada es lo que parece ser…», de nuevo esa voz retumbó en su mente como un silbido del viento. «La lógica no supera a la razón».

El hombre se acercaba con paso decidido hacia la joven, quien inmediatamente sacó del bolsillo de su vestido el crucifijo de plata que su madre le había obsequiado por su cumpleaños dieciséis como método protector a cualquier mal.

—¡Aléjate! —gritó con la esperanza de que alguno de sus padres la escuchara o que Nicolav la salvara, pero fue inútil—. ¡No te acerques a mí, monstruo! —decía sosteniendo ingenuamente frente a ella el objeto sagrado. Pero él se acercaba cada vez más sin importarle el poder que aquello ejercía sobre su especie.




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