Londres, 2009
Sarah mantenía la cabeza recargada contra el cristal de la ventana del taxi. Con los ojos cerrados se preguntaba si ese viaje iba a ser de su agrado, pero por más vueltas que le diera la respuesta era negativa. Desde hace ya más de un mes, había tenido extraños presentimientos con respecto a Eslovaquia, voces que le hablaban y desconocidos que le llamaban. Sin embargo, había optado por mantenerse en silencio antes que terminar encerrada en algún hospital psiquiátrico por alucinaciones.
Un trueno provocó que se sobresaltara y abriera los ojos rápidamente.
«Lo único bueno de este viaje, es el clima», pensó mirando hacia el exterior.
Afuera llovía con gran fuerza, debido al cambio de estación. Pronto vendría la primavera, pero aun así Londres seguiría siendo tan lúgubre como siempre. El clima en el Reino Unido no siempre era el mejor, pero a veces el frío era preferible a una oleada de calor insoportable, después de todo, siempre podrías calentarte con una buena taza de té.
Con la mirada perdida hacia los vehículos que transitaban se preguntaba cómo sería Londres si todos los días fueran soleados, si la lluvia cesara y el frío acompañado de esa densa y tenebrosa niebla se disipara para siempre. Era un total delirio, porque su hogar siempre estaría sumido en un clima digno de una excelente película de terror.
—¿Tenemos que ir? —preguntó a su padre, quien se encontraba en el asiento del copiloto del taxi leyendo una revista. El hombre asintió.
Sarah decidió no hablar, se recargó en su asiento y con los ojos cerrados visualizó el viaje de verano del año pasado: Whitby Bay. A través de sus recuerdos, aquel paseo por el río Esk fue tan reconfortante y tranquilizador estando toda la mañana caminando y riendo en compañía de los dos seres a los que más ha amado en sus dieciocho años. Los restaurantes y las veladas que pasó con sus padres fueron las mejores de su vida.
Sobre todo, cuando, en el último fin de semana subió con sus padres al cementerio en la cima del acantilado de levante tras el promontorio de Kettleness. En ese momento se imaginó a Lucy Westenra observando la costa por la que había arribado el Conde a Inglaterra. La sensación que le causó el estar en el mismo lugar que inspiró a Bram Stoker para escribir su novela favorita le causó tanta emoción que por poco cae por las escaleras. A lo lejos, imaginaba al Deméter perdido en una tormenta dirigida por el famoso vampiro transilvano.
Su piel se erizaba con solo pensar en las probabilidades de que hubiera sido real todo lo que había leído en la novela, pero sus fantasías eran reprimidas cuando regresaba al mundo real y se encontraba de nuevo junto a sus padres.
«Los vampiros no existen», se repetía cada vez que se dejaba influenciar por su basta imaginación.
Su madre, Lucy Tydén había sido la primera mujer que le había hablado sobre los vampiros, regalándole a su pequeña hija de diez años su primera novela de terror: Drácula. La novela epistolar se había convertido en el detonante de una futura obsesión con estas criaturas de la noche temerosas a los objetos religiosos y a las estacas de madera y plata.
Sus fantasías a veces se veían opacadas por la sensación de ser observada constantemente. Producto quizá de las extravagantes historias que había leído durante ocho años y que ahora producía un efecto no tan positivo en ella.
Cuando se dio cuenta, se encontraban en el aeropuerto esperando con ansiedad su vuelo hacia Europa del Este. Sus recuerdos habían cegado su conciencia, de manera que había caminado automáticamente sin percatarse de que se movía.
Con una sonrisa en el rostro se dedicó a indagar en sus pensamientos, después de todo, era la primera vez que salía de Inglaterra de vacaciones, ya que sus padres siempre se encontraban trabajando y casi no tenían tiempo para su única hija, porque eran abogados en el bufete R&C en Londres.
—Charles... —sonrió Lucy dirigiéndose hacia el caballero inglés de brillantes ojos azules quien asintió—, este será un viaje inolvidable. Sarah, ya verás que te vas a divertir en Beckov —dijo tomando con dulzura el hombro de su hija.
—Mamá, yo...
—Pasajeros del vuelo 411 con destino a Eslovaquia... —dijo una mujer desde los altavoces. Todos los pasajeros prestaron atención—. Favor de abordar por el pasillo quince. Gracias.
Con pereza, Sarah se levantó del asiento y los tres se dirigieron hacia el pasillo donde unos asientos de avión iban a ser sus acompañantes por las próximas horas.
Con cada paso que daba, ella presentía algo fuera de lo común. Un escalofrío recorrió su espina dorsal alertándola de un posible peligro.
«No vayas», una voz habló en su mente. «Sarah, no abordes el avión».
—¿Sarah? —la voz de su madre la distrajo.
Dirigió su mirada hacia Lucy que tenía el ceño fruncido, esa expresión no era del todo agradable y menos si se trataba de una madre molesta, por lo que corrió hacia su lado, y juntas abordaron.
Estando en el avión, cada uno tomó el asiento que le correspondía y se dedicaron a hacer algunas cosas para distraerse en lo que despegaban: Sarah tenía puestos sus audífonos, por su parte, su madre al otro lado del pasillo leía una revista jurídica y su padre escribía en una agenda electrónica.
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Editado: 30.07.2021