Sangre damphyr

Capítulo 4

La Luna se alzaba en todo su apogeo sobre las montañas eslovacas. Era una hermosa noche iluminada por la cara blanca del satélite, tan tranquila, silenciosa e inspiradora para los amantes, una noche que despertaba el instinto aventurero de los extranjeros por descubrir los miles de misterios que Europa del Este ofrecía. Una noche fría y misteriosa se alzaba a lo lejos, en las sombras.

Una pequeña niña de catorce años jugaba en su jardín, su sonrisa y ojos inocentes le daban un aspecto maravilloso y dulce. Esa mirada tierna atraía la atención de muchas personas por el simple hecho de ser el producto de un amor consumado tiempo atrás. La pequeña Ivy, bisnieta de una de las familias más religiosas de Beckov sufría en silencio por el secreto familiar. A pesar de ser muy pequeña, ha pasado de generación en generación una leyenda que erizaba la piel de cualquiera que la escuchara.

—¡Ivy! —la voz de su madre en el interior de la casa se escuchó entre las sombras. La pequeña niña seguía jugando, ignorándola, mirando hacia el horizonte—. Ivy, debes entrar, es tarde —pero ella se negó y se mantuvo quieta, de pie en el húmedo jardín.

«Ivy», un delicado susurro acarició su oído «Ven, pequeña… vamos a jugar».

La niña no resistió y comenzó a caminar hacia el bosque, adentrándose en él hasta que se encontró cara a cara con un hombre alto de brillantes ojos rojos que la miraban curiosamente.

—Eres más linda de lo que creía —dijo él acercándose a ella y observándola de arriba hacia abajo—, sabes pequeña…, tu bisabuela era idéntica a ti…, lástima que tengas que sufrir el mismo destino.

—¿Quién eres? —preguntó tiernamente la niña sin percatarse de los afilados colmillos que sobresalían de los labios de su acompañante.

El hombre no respondió y en cambio se acercó más a ella, respirando su delicado aroma y deleitándose con cada palpitación que su corazón le ofrecía. Ella, encontrándose con una nueva experiencia inclinó su cuello exponiéndolo y sin resistirse se dejó llevar por el encanto del hombre.

 

 

A las afueras del pueblo, en el interior de un castillo medieval en ruinas, dos hombres discutían por algo que ellos llamaban «el elixir de la vida». Para los mortales, escuchar esas palabras era sinónimo de la muerte segura, del infierno y sufrimiento eterno. Cada año solían tener cuidado de lo que hacían y cómo lo hacían, pero eso terminó en el momento en que uno de ellos rompió un juramento sagrado.

—Ella era pura, ¿cómo no aprovecharla? —dijo cínicamente uno de ellos, un rubio de cabello lacio algo largo y de ojos marrones de una mirada intensa y a la vez seductora—. De ser yo, habrías hecho lo mismo —sonrió, pero borró su expresión al ver la seriedad del hombre frente a él—. ¿Enserio crees que yo? ¿Lo crees? —alzó las cejas—. Si te hace feliz creerlo, adelante… Sí, lo hice yo.

—¡Era una niña, Donovan! —gritó el otro hombre. Sus ojos expresaban ira y de ellos emanaban llamas de odio y decepción.

—Pero una niña con buena...

—¡No lo digas! —se acercó violentamente al rubio y lo sujetó por el cuello de la camisa. Las miradas de ambos se encontraron, se estaban matando con solo verse.

—¿Quieres que te bese? —respondió con una sonrisa socarrona. Inmediatamente el otro hombre lo soltó y le dio un puñetazo en las costillas.

—¡Aléjate! —le advirtió antes de darse la vuelta e irse.

¿Alejarse? Era una acción hipócrita y sobre todo una orden que nada tenía que ver con él. Donovan quien había sufrido la transformación siglos atrás ya no comprendía esas palabras, el apetito era insaciable por más que quisiera controlarse, pero a su vez era la oportunidad perfecta para concretar su plan, uno en el que al fin podría revelarse en contra de aquellos que destruyeron su vida como cálido. Ya no era un neonato y todos lo sabían muy bien. Tenía que demostrar que él también era un ser pensante que no solo veía por sus propios propósitos.

—¿Del pueblo o de ella? —preguntó Donovan burlonamente. Con ansias esperaba la respuesta de aquel que se creía su dueño. El otro hombre se giró rápidamente y lo miró desafiante—. Así es hermanito, conozco tu pequeño secreto. Además, yo la vi primero, tengo todo el derecho a reclamarla.

—No te acerques a ella o... —respondió con voz rasposa.

—No te tengo miedo. Al contrario, el cobarde aquí eres tú, no yo —sonrió triunfante y después desapareció convertido en un enorme lobo negro.

El hombre aún enfurecido por las palabras de su hermano no tuvo otra elección que seguirlo, para asegurarse de que no cometiera otra estupidez.

 

 

Sarah se encontraba en su habitación, no dejaba de llorar.

El viaje era para estar con su familia y olvidarse una semana del trabajo. Desde el principio ella lo supo, sabía que no tendría caso salir de Londres, porque de cualquier forma el trabajo era primero.

Se levantó de la cama y se miró en el espejo, su reflejo le daba lástima: el rostro lo tenía colorado y los ojos estaban demasiado hinchados por tanto llorar.

Destrozada. Así se sentía.




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