Sangre de Aves

C A P Í T U L O 2

 

MIEDO A LA OSCURIDAD

 

- NAVEC -

 

—¡Por favor, ya déjenlo!

Escuché a mi hermano menor gritar mientras yo estaba en el suelo hecho un ovillo, cubriendo lo mejor que podía mi cuerpo de los golpes. Tres hombres que conocía (y que hubiera deseado nunca haber pedido su ayuda) se reían en mi cara y vociferaban odio, mientras que otro agarraba a Dominic por debajo de los brazos para que no interfiriera. Me dolían los brazos y el aire que alcanzaba a inhalar se esfumaba en el momento que recibía otra patada, sentía que estaba a punto de asfixiarme.

—¿Acaso no tienen guardaespaldas? —dijo el tipo que llevaba el pelo teñido de rojo, aquel con el que había hecho el trato —. ¡Caray, es lo mínimo que ese estúpido gobernador debería hacer!

—¿Y cuándo piensas pagar?  —añadió el que estaba a su izquierda —. Lo que te dimos no aparecerá por arte de magia, ¿o ni siquiera para eso sirves, inútil?

—¡Ya basta! ¡Déjenlo! —volví a escucharlo pedir.

—¡Oye! —habló el tercero, dirigiéndose al que lo sostenía —. Haz que se calle.

Sin dudarlo, lo atacó en el estómago dos veces y mi hermano se desplomó al suelo con entrecortadas bocanadas de aire.

Los golpes cesaron y traté de moverme hacia él, no obstante, el zapato de uno quedó sobre mi mejilla e hizo presión.

—Tienes hasta el sábado —advirtió —. Sino le sacaré los órganos a ese escuincle para saldar tu mierda.

Apartó la suela de su zapato de mi rostro y me propinó una última patada antes de darse la vuelta. Los demás lo siguieron a sus espaldas.

Malditos rusos —lo escuché a lo lejos —. Ese idiota de presidente debió aniquilarlos en La Disputa.

Apenas se fueron, una ráfaga de dolor me recorrió el torso, las piernas y los brazos; me doblegué en un quejido. Quería levantarme, pero solo tratar de impulsarme se volvía un terrible esfuerzo que me quemaba el cuerpo.

—¡Navec! —escuché a Dominic llamarme con dificultad, acercándose con una mano rodeando su abdomen.

Cayó de rodillas a mi costado, sin saber cómo actuar. Odiaba encontrarme así, incapaz de protegerlo. Me ayudo a alzarme un poco y tosí con fuerza; unas cuantas gotas de sangre mancharon el pavimento.

—Estoy bien —anuncié con la voz ronca al ver su rostro lleno de preocupación.

—Busquemos un hospital —alteró.

—No —espeté —. Hay un botiquín en la casa, no necesito un doctor.

Él apretó los labios y no dijo más. Fui enderezándome con lentitud hasta quedar de pie, sin embargo, me tambaleaba intentando dar un paso al frente, por lo que tuve que sostenerme de mi hermano unas cuantas cuadras y lo que restó del camino a nuestro hogar.

 

Estábamos situados casi a las afueras del vecindario más cercano al centro del pueblo. Teníamos que subir caminando una pequeña colina (que estaba pasando las últimas dos casas) rodeada por el bosque, la casa era sencilla, de dos plantas y de colores apagados. No contábamos más que con los vecinos que estaban bajando la vereda, sin embargo, tampoco éramos de su agrado. Debido a esto, estábamos solos.

Cuando llegamos al porche de la casa, me removí un poco para sacar el pequeño manojo de llaves que tenía en el bolsillo y abrí la puerta. Nos recibió la oscura sala de tapiz amarillento al entrar; despegué las llaves y Dominic la cerró con una suave patada hacia atrás.

Me dejé caer en el sillón con un quejido. Mi hermano fue hacia el interior de la morada y regresó a donde yo estaba con una caja blanca de metal medio aplastada en las manos.

—¿Te duele el abdomen? —le pregunté.

—Estoy bien —dijo, destapando el pequeño frasco de alcohol y vistiendo unas cuantas gotas en un algodón —. A diferencia de ti, no estoy al borde de la muerte.

Me reí un poco, pero me detuve al sentir una punzada en el estómago.

—No digas ridiculeces —protesté.

—Pues un día de estos si te vas a morir de tantos golpes que te dan —rechistó, alargando el brazo y presionando bruscamente el algodón contra el raspón que tenía en la mejilla.

Lo aparté por instinto recién el dolor llegó a la zona.

—¡Cabrón, eso duele!

—Claro que te duele, te pelaste la cara —aclaró con obviedad.

En un movimiento rápido, le quité el algodón de la mano.

—Ya, esto lo hago yo —anuncié.

Dominic se me quedó viendo un rato, como esperando a que le dijera algo.

—Gracias por traerme —solté mientras me daba de toquecitos en la herida.

—¿Cuánto le debes a esos tipos? —espetó, ignorando mi reciente agradecimiento —. ¿Por qué no tenía idea de ellos?

Me acomodé sobre el sofá con un suspiro.

—No es un asunto en el que debes meterte.

—¿Qué no debo meterme? ¿Hablas en serio? —irritó, arrugando el ceño —. No tengo seis años, se que hay suficiente gente mala en el mundo para…

—Igual eres menor que yo.

—¡Tú tampoco eres un adulto todavía! —señaló.

—¿Y quién esperas que se haga cargo de todo? —contraataque y él guardó silencio —. Entiendo que te preocupe porque claramente ves la situación, pero no es algo que debería ser primordial para ti. También lamento lo de hoy, yo soy el que debería cuidarte, no tu a mi.

—Si llegara a pasarte algo, ¿entonces que? —mencionó —. ¿Solo ahí es cuando debería preocuparme?

No tenía una respuesta para eso.

Mi hermano mantuvo su mirada por unos cuantos instantes más y luego se levantó del sofá, dándome la espalda para ir en dirección al segundo piso.

—Deberías ponerte hielo en la cara o vas a terminar pareciendo un pez globo.

 

***

 

Le di un último sorbo al café sin azúcar y dejé con cuidado la taza sobre la mesa. El reloj postrado en la pared seguía sin pasar de las seis cuarenta y ocho, pese ya haber oscurecido un buen rato atrás. Le faltaban baterías, al igual que faltaba comida en el refrigerador; la humedad había cuarteado las paredes y el armario del cuarto de Dom. La casa estaba hecha un completo desastre.



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En el texto hay: supervivencia, guerra, apocalptica

Editado: 24.08.2024

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