Me impulsé y salté la valla sin esfuerzo a pesar de llevar falda. Me acerqué a la puerta trasera y nada más subir el escalón Julia abrió la puerta.
- Llegas tarde - se cruzó de brazos mi mejor amiga.
- ¿Cómo has sabido que llegué?
- Tengo ojos en la cara - señaló una de las ventaras que estaba en el piso superior.
- Siento llegar tarde. He venido corriendo, pero aun así no me dio tiempo - mi respiración agitada lo corroboraba.
Entramos y el olor a jazmín inundó mis fosas nasales. Me quité mis zapatillas de deporte y las dejé al lado de la entrada (su familia es asiática, muy tradicional, por lo que esa era una se las normas de la casa). Los escalones de madera chirriaban al subir las escaleras, y al llegar arriba entramos en su dormitorio. Unos palitos de incienso se quemaban encima de la cómoda de madera y una colchoneta de yoga estaba colocada en el suelo de la habitación, al lado de la cama.
- ¿Sigues con el yoga? - pregunté después de tropezarme con su mochila verde.
- Sí - ella viajó hasta su cama y cogió el cuaderno que había encima de esta -. Toma, los deberes de Matemáticas.
Le dediqué una gran sonrisa de agradecimiento y tomé la libreta de su mano después de apoyar mi mochila en la pared.
- Gracias amiga - me senté en el suelo apoyando mi espalda en el colchón de la cama -, sabes que se me dan fatal las Mates - saco mi libreta de Filosofía y se la entrego -. Toma, te la debía.
- Gracias - esta vez fue ella la que me sonrió -. Amo Filosofía - dijo con sarcasmo.
Copié en un santiamén los ejercicios y nos devolvimos nuestros respectivos cuadernos.
- He hecho galletas, ¿te apetecen?
- ¡Claro! Siempre estoy disponible para la comida - reí.
Bajamos las escaleras hasta la cocina y un olor raro llenaba la estancia.
- ¿De qué son las galletas? - pregunté extrañada.
- Son integrales.
Abrió la puerta del horno después de ponerse las manoplas y un denso humo negro salió de él. Al extraer la bandeja se podía ver pequeñas circunferencias de una pasta quemada de color marrón.
- Se me han quemado un poquito... - dijo Julia mientras intentaba dispersar el humo que emanaba de ellas.
- ¿Un poquito? - dije intentando no toser por culpa del olor.
- Vamos, prueba una. No creo que estén tan mal.
No podía negarme. Era mi mejor amiga, no podía hacerle el feo y no probar su postre que con tanto amor hizo, aún que solo el olor de estas diera ganas de correr y no volver nunca.
- Está bien - articulé con una sonrisa forzada.
Me llevé una de las "galletas" a la boca y, en cuanto mi lengua tocó la masa quemada, me dio ganas de escupirlo. Tenía un sabor horrible, no solo por el hecho de estar chamuscadas (que aun así daba gracias a ello ya que disimulaban un poco el sabor de la galleta en si), simplemente por como sabía la masa. Era cierto, a mi mejor amiga se le daban genial infinidad de cosas, pero la cocina definitivamente NO era su fuerte
“Que horror, esto sabe aún peor que el último pollo asado que hizo - pensé. Sonreí difícilmente y tragué lentamente.”
- Está delicioso - solté al fin intentando no desmayarme.
Un fuerte dolor repentino en la cabeza hizo que apretara fuerte los ojos y labios.
- Mentirosa - dijo casi en un susurro.
- ¿Que has dicho? - pregunté extrañada. Ella me conocía muy bien, y era capaz de saber lo que pienso con solo verme la cara, pero ese era el problema, ella no me estaba viendo en el momento en que lo dije, si no que estaba de espaldas.
No le di importancia y fui a coger un vaso para llenarlo de zumo y poder quitarme ese sabor amargo de la boca. Nada más pegarlo a mis labios escucho toser a Julia y me giro repentinamente. Tenía la cabeza casi metida en el cubo de la basura y recogía su largo pelo castaño con las manos.
- Vale, lo admito, saben horribles - rió.
Ambas comenzamos a reírnos y acabamos por comer cereales de colores sentadas en el sofá viendo Netflix. La tarde pasó volando y pronto se hizo de noche.
- Creo que debería volver a mi casa, es tarde.
- Vale - dijo desanimada -, nos vemos mañana en el Instituto.
- Claro. Adiós - agarré mi mochila y salí por la misma puerta la cual había entrado.
En unos quince minutos llegué a mi casa y mi madre ya estaba haciendo la cena. Un olor delicioso me rodeó, no tenía nada que ver a las galletas de antes. Ella me vio y se giró enfadada.
- ¿Dónde estabas?
- En casa de Julia, no te preocupes.
- Pon la mesa, pronto estará listo esto - dijo señalando la gran cacerola.
Cogí un mantel y lo estiré encima del mueble, pero en cuanto me giré sentí que alguien me tiraba al suelo de un empujón. Una larga y babosa lengua comenzó a lamerme la cara y yo empecé a reírme a carcajadas por las cosquillas que mi perro me producía.
- ¡Tobías, para! - grité con dificultad por culpa de la risa.
Sentí como alguien lo arrastraba hacia atrás y al levantarme vi a mi madre agarrándolo por el collar.
- Eres demasiado bruto, pequeño - dijo ella mientras acariciaba la cabeza de nuestro mastín.
Sí, Tobías era un mastín que si se ponía de pie era más alto que yo, pero yo y mi madre seguíamos llamándolo "pequeño".
Ella puso la cacerola encima de la mesa y las dos nos sentamos listas para cenar. De repente un viento gélido nos azotó y mi perro comenzó a ladrar hacia la puerta principal. Esta se abrió de golpe y tres altas figuras masculinas la cruzaron en dirección a nosotros o, como más bien a mí me parecía, hacia mí.
· Nota de la autora:
Gracias por leer mi historia. También podéis leer mi anterior libro: Renacidos: Los Ocho Reinos (primera parte).