Sentía mi cuerpo ligero y mi piel estaba cálida. Al abrir los ojos lo primero que pude ver fue que todo a mi alrededor era completamente blanco. No había paredes ni puertas, nada.
- Bienvenida, Irene – dijo una voz delicada y femenina.
Aquella voz me asustó e hizo que pegara un brinco. Justo delante de mí había una mujer, cuando antes no había nadie. Esta iba vestida una armadura plateada y a su espalda cargaba con dos bellas alas blancas. La larga melena marrón le caía sobre los hombros como una cascada, y sus grandes ojos verdes eran lo que más llamaba la atención de todos sus delicados rasgos faciales. La piel de aquella chica, de no más de 20 años, era tan pálida y lisa que parecía porcelana. Ella era una chica realmente hermosa.
- ¿Dónde estoy? – pregunté confusa.
- Esto es El limbo.
- ¿El limbo? – cada vez estaba más confusa.
- Sí, el lugar entre la vida y la muerte.
- ¿Estás diciendo que estoy muerta?
- No del todo. Aquí es donde tomarás tu decisión final.
- ¿De qué estás hablando?
- Tienes que elegir a que lugar irás, si al Cielo o al Infierno - lo último lo había dicho con desprecio - ¿Y bien?
- No iré al Cielo – aquello salió de mi boca como un escupitajo.
- ¿Por qué no? – dijo ella sorprendida.
- Porque sé como sois vosotros, los Ángeles. Seres manipuladores, falsos y siempre conseguís los que queréis, a cualquier precio. ¿Pero sabes qué? Esta vez no.
- ¿Todo eso te lo ha dicho él, no? – su voz se entrecortó.
Sus ojos estaban ligeramente llorosos y se podía apreciar a simple vista que estaba molesta. Allí fue cuando la reconocí. Aún sin haberla visto nunca sabía quién era ella.
- Michelle – mi voz fue tan solo un susurro, pero al parecer me había escuchado, porque en cuanto lo dije su expresión cambió.
- ¿Cómo sabes mi nombre? – estaba realmente sorprendida.
- Él me lo dijo. Me contó todo lo que ocurrió entre vosotros, incluso cuando descubrió que eras un Ángel.
- Es un mentiroso - le estaba doliendo todo aquello.
- No, no lo es. No te dijo quién era en realidad porque no quería perderte cuando lo supieras. Creía que saldrías corriendo asustada o que lo tomaras por un loco. Realmente te amaba, Michelle, en serio, pero decidiste creerles a ellos en vez de a la persona que habría dado su vida por ti. Te hicieron creer que él era el malo para beneficio de ellos. Por eso no quiero ir al Cielo, no quiero acabar así.
Varias lágrimas descendieron por sus mejillas. Me miraba fijamente, triste y enfadada, pero no conmigo, sino con los Ángeles.
- Elijo el Infierno – dije por fin.
Ella asintió. Varios Demonios aparecieron de repente detrás de mí, y a uno de ellos lo reconocía perfectamente: Odell. Este se acercó a mí y sonrió.
- Nos volvemos a ver.
- Así es – contesté.
- Has desobedecido al Rey.
- Lo sé, pero no podía hacerlo.
- ¿Estás lista?
Asentí. Agarró mi brazo y al momento una luz brillante nos envolvió. Cerré los ojos por culpa de la claridad y, cuando los volví a abrir, el recuerdo de la primera vez volvió a mi mente. Me encontraba delante de la gran muralla otra vez, y los mismos guardias custodiaban la entrada. Al cruzar las puertas aquella inmensa ciudad me impresionó igual que la última vez.
- ¿Tanto te fascina? – preguntó Odell justo a mi lado.
- Sí, es incluso mejor que la última vez – entonces fue cuando me acordé de todo lo que pasó antes de haberme ido - ¿Crees que Michael se enfadará cuando me vea?
- Posiblemente – se rió -, pero se le pasará pronto, te lo aseguro. Desde que te fuiste… Ha estado muy extraño. A penas sale de su dormitorio y si lo hace está de mal humor. En el fondo se alegra de que hayas vuelto.
En menos tiempo del que recordaba llegamos al catillo. Los guardias nos abrieron la puerta y entramos al ahora familiar edificio. Estaba ansiosa y aterrorizada de entrar en la sala del trono a partes iguales, pero al final lo hice. Aquello estaba completamente vacío, y el silencio era sorprendente.
- ¿Dónde está todo el mundo? – pregunté.
Odell se giró hacia mí y sonrió. Iba a empezar a hablar cuando alguien se lo impidió.
- ¡Irene! - Reconocía aquella voz perfectamente.
Michael.
Me giré para verle y allí estaba. Se estaba acercando a mí rápidamente. No llevaba camiseta, como la mayoría de las veces, y las dos grandes alas oscuras danzaban en su espalda. Debajo de sus hermosos ojos pardos dos enormes ojeras hacían acto de presencia, parecía que no hubiera dormido en días.
Pensé que me gritaría o me diría algo por estar allí, pero en vez de eso, me abrazó. Aquello fue lo único que hicimos durante lo que me parecieron mil hermosos años.
- ¿Qué haces aquí? – su voz era apenas un susurro – Pensé que no te volvería a ver.
Al separarnos pude ver que había lágrimas en sus ojos, aunque intentara disimularlas.
- Tenía la oportunidad de volver aquí y verte, no pensaba desperdiciarla.
- Te dije…
- ¡Ya sé lo que me dijiste! – grité sin querer – Pero si voy a estar en un lugar eternamente prefiero que sea donde me siento bien, y aquí soy feliz.
Empecé a escuchar pisadas en el suelo que se acercaban, seguidas de una voz familiar.
- ¡Irene! – la voz de Julia se escuchó en toda las sala.
Me di la vuelta y allí estaba ella, corriendo en mi dirección y, detrás de ella mi madre. Me acerqué para abrazarlas, y reconozco que se me escapó alguna que otra lagrimita.
- Estás aquí – me dirigí a mi madre.