Ager Falegnis,
Templo de Ishera,
Día Ashervayanh.
Antherys se hallaba en el Ager Falegnis, el enorme pasadizo repleto de estatuas de las Isharnati'Isharni'Ushvaeri, que se extendía en vastas proporciones bajo la bóveda de mármol blanco y relieves dorados. Los rostros esculpidos de antiguas sacerdotisas parecían observarla en su andar, como si sus miradas pétreas quisieran advertirle de algo o recordarle su legado. El eco de sus pasos, suaves pero firmes, resonaba en el corredor vacío mientras su mente se ocupaba del pergamino que había recibido el día anterior, traído por un mensajero de los Templaeh Tenebraeh.
El mensaje de Sephora, la Suma Prefecta que ella misma había enviado como legada hacia los dominios sureños de los Templaeh Tenebraeh, la había dejado con una inquietud persistente. En la carta, Sephora exponía que los Auferic, estaban planeando una unión entre las castas sacerdotales de los Templaeh Tenebraeh y las Isharni'Isharath. Antherys encontraba aquella idea profundamente perturbadora. La mera posibilidad de mezclar castas tan distintas, incluso dentro de los propios elfos, rayaba en la herejía. Para ella, los Isharni'Isharath eran más que una orden sacerdotal: eran el pilar divino que sostenía la voluntad de Ishera en el mundo. Compartir ese privilegio con una casta que no comprendía las complejidades de su doctrina era, como mínimo, una aberración. Sin embargo, mientras avanzaba por el pasillo y sus dedos acariciaban los intrincados bordes de su báculo ceremonial, no pudo evitar reflexionar sobre el contexto histórico de aquella propuesta. No era la primera vez que se planteaba la idea de unir castas dispares. En los últimos milenios, varias facciones de los templos alrededor de los Montes de Arduin habían sugerido alianzas similares, intentando superar las divisiones ancestrales entre las ramas sacerdotales de su raza. Pero todas aquellas propuestas habían fracasado, y con razón, pensaba Antherys. Cada casta tenía un propósito distinto, un vínculo único con las divinidades que no podía ser mezclado sin diluir su esencia.
El linaje ancestral de Aelarion, que las Isharni'Isharath llevaban milenios intentando restaurar, era otro fracaso que cargaba sobre sus hombros. Generaciones de intentos habían resultado infructuosos, y el tiempo parecía ser el mayor enemigo de aquella misión sagrada. Aun así, Antherys no se había rendido. Si la Diosa Ishera había mantenido ese mandato durante tantos siglos, era porque su propósito trascendía el entendimiento mortal. Pero la reciente insistencia en la unión de castas volvía a recordarle cuán frágil era la cohesión entre los distintos cultos élficos.
De entre todas las castas sacerdotales, quizás la más peculiar era la del Dios Parshath, el Enlazador. Sus miembros principales no eran elfos, sino humanos, y habitaban al noroeste de los 33 montes, Sobre todo en el Monte Eridhion, en una region peligrosamente cercanas a los territorios de las Isharath. Aquellos humanos eran una casta sumamente hermética y reclusa, que rara vez interactuaba con las demás castas. Hasta ahora, no habían propuesto una unión de ningún tipo. Para Antherys, esa neutralidad era digna de respeto. Los humanos del culto al Dios Parshath no conspiraban ni tejían intrigas; simplemente cumplían su rol en la devoción a su dios con una disciplina que ella no podía ignorar.
Aquello la hizo preguntarse, si entre los humanos de esa casta podría encontrarse alguien con las características que buscaba para la misión encomendada por Ishera. Pero entonces, su mente volvió a la orden divina que le había sido revelada por la Isharni, el vínculo directo con su diosa: la elegida, Eloria, debía unirse a un miembro de la casta de Eregion. Aquella directriz era clara e innegociable, aunque a Antherys aún le costaba comprender por qué Ishera había señalado un linaje tan antiguo y enigmático.
Su andar la llevó hasta una gran claraboya que dejaba entrar la luz del sol y bañaba con tonos dorados las losas de mármol. Deteniéndose un momento, contempló las montañas que rodeaban el Templo de Ishera, preguntándose qué tan profundo era el propósito detrás de las instrucciones de su diosa. Los registros de Eregion eran fragmentarios; las Isharath sabían poco de ese linaje humano, salvo por una historia transmitida de generación en generación. Según se decía, aquel linaje descendía de un humano que, hacía cuatrocientos mil años, había combatido contra un mal antiguo que había descendido al mundo desde los cielos con una ciudad flotante de hierro y fuego.
Antherys entrecerró los ojos y asintió lentamente, como si una decisión comenzara a tomar forma en su mente. Aún le parecía curioso que su diosa, después de tantos milenios, se hubiera fijado en el linaje de un humano sobre el cual incluso ellas sabían tan poco. Solo la familia real del linaje de Mablum Valerys conocía algo de aquel hombre y sus hazañas. Quizás más adelante, debería indagar sobre aquello. Pues la conexión entre Eloria y algún miembro de aquella casta, le daba mucho que pensar.
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Monte Dundaval,
Templo de Ishera,
En el Atrio de Aelune,
Eloria se encontraba en el Atrio de Aelune, un paraíso escondido dentro de los límites del templo. Los árboles florales, altos y majestuosos, extendían sus ramas llenas de pétalos de colores brillantes, mientras el aire estaba impregnado con un dulce aroma que parecía eterno. Los senderos de piedra blanca serpenteaban entre jardines de plantas exóticas, y pequeños estanques reflejaban el cielo azul, creando un lugar de paz y contemplación. Varias sacerdotisas se reunían en pequeños grupos, conversando en voz baja, sus risas ocasionales mezclándose con el murmullo de las hojas al viento.
Eloria caminaba despacio, disfrutando del ambiente, pero con la mente llena de pensamientos. Había venido a Aelune para intentar despejarse, pero la tranquilidad del lugar no conseguía calmar las preocupaciones que habían empezado a germinar en su interior desde hacía días.
Editado: 13.12.2024