Sangre de Dioses y Reyes

Capitulo II

Monte Dundaval,
Templo de Ishera,
En el Santasantorum,
7 horas antes de la llegada de Eloria.

Antherys se encontraba en el centro del Santasantorum, rodeada por los tronos y columnas adornadas con runas antiguas que parecían brillar débilmente bajo la luz de las velas. La sala estaba impregnada de un silencio solemne, roto solo por el eco de sus pasos mientras caminaba en círculos, perdida en sus pensamientos. La propuesta de los Auferic resonaba en su mente como un tambor lejano, constante y opresivo.

Sephora había sido clara en su informe. Valarys, el asesino y espía más eficiente de los Templaeh Tenebraeh, ahora ostentaba el rango de Auferic. Aquella noticia le había provocado una mezcla de asombro y recelo. Habían pasado cien años desde que ella misma le encomendara una misión que marcó un punto de inflexión tanto en la carrera del asesino como en su propio juicio sobre las uniones entre elfos y humanos.

Antherys cerró los ojos y permitió que su mente vagara hacia aquel recuerdo, uno que se negaba a desvanecerse incluso después de 100 años. Había sido en una época de relativa calma en Vaelorn, cuando las tensiones con las naciones vecinas había finalizado. Sin embargo, en los márgenes del reino, en las provincias más alejadas, había surgido un problema que amenazaba con convertirse en algo mucho más peligroso: una unión entre una noble elfa y un humano de las castas dirigentes de un asentamiento anexo a Vaelorn: en Brithomvar, para ser exactos, en los puertos sureños de Suramar y Argamar. Antherys asintió, ahí había sido la unión entre aquella noble elfa y el Humano

El padre de la Falta Elfae, un miembro influyente de una de las casas más antiguas de Vaelorn, había enviado una petición urgente al templo de Ishera, exigiendo una acción inmediata. Su hija había desaparecido, y rumores en los vientos hablaban de su relación con un humano, un líder carismático en la región marítima de Brithomvar.

Antherys, tras una cuidadosa deliberación y una gran investigación Cabal en el asunto, había aceptado la misión. No fue una decisión sencilla. Entendía las implicaciones de tales uniones mejor que la mayoría: la mezcla de sangre élfica y humana a menudo daba lugar a descendientes con habilidades extraordinarias, una intuición afilada y una capacidad natural para liderar. Aquellos niños podían convertirse en grandes héroes... o en terribles amenazas.

En este caso, la pareja no solo estaba unida por amor, sino también por una visión compartida. Pretendían abandonar la región, construir su propio reino en tierras lejanas y establecer un legado que, con el tiempo, podría desafiar el dominio de Vaelorn. Antherys sabía que no podía permitirlo. Así pues, contacto con los Auferic, emitiendo una orden inmediata.

Valarys, en ese tiempo, el más preeminente de los asesinos, había sido la elección perfecta. Implacable, eficiente, y con una lealtad inquebrantable hacia los Templaeh Tenebraeh, completó la misión con una precisión escalofriante. La pareja fue eliminada antes de que lograran huir, y el bebé que esperaban nunca llegó a nacer. Sin embargo, Antherys no pudo olvidar la expresión en el rostro de Valarys cuando le entregó el informe final. Había algo en sus ojos, una sombra de duda, como si el peso de esa misión fuera demasiado incluso para él.

Ahora, cien años después, Valarys regresaba a su vida con un nuevo rango y una nueva misión, una que ella le encargaría, esta vez no tendria que matar, sino espiar e informar. Y Antherys no podía evitar preguntarse si su pasado compartido influiría en lo que estaba por venir.

La Madre Superiora se detuvo frente a una estatua de Ishera, sus manos temblando ligeramente mientras las juntaba en oración.

—Oh gran Ishera, guíame en este momento de incertidumbre —murmuró, su voz apenas un susurro en el vasto espacio vacío—. Si esta propuesta debe ser aceptada, si Valarys debe ser una vez más el ejecutor de nuestra voluntad, concédeme la claridad para discernir el mejor camino.

Pero mientras hablaba, sabía que la decisión ya había sido tomada en su corazón. Aceptar la propuesta de los Auferic era el único curso lógico. La llegada de Valarys no era una coincidencia; era una señal de que los tiempos estaban cambiando, y Vaelorn debía estar preparada.

Con un suspiro pesado, Antherys se enderezó y volvió su mirada hacia las puertas del Santasantorum. El viento exterior ululaba como un presagio, y por un instante, se preguntó si este sería el principio de algo mucho más grande de lo que incluso ella podía prever.

Atravesó el Gran Pasadizo del Faelir Glorialis, y el eco de sus pasos resonó como un juicio en los muros antiguos. A cada lado del corredor se alzaban las estatuas de mármol blanco, figuras imponentes de las antiguas Isharnati'Isharni'Ushvaeri que la habían precedido. Sus rostros tallados con precisión exquisita emanaban serenidad, pero también una inexplicable frialdad. Cada mirada pétrea parecía un reproche silencioso, como si aquellas antiguas guardianas del equilibrio desaprobaran las decisiones que se avecinaban.

Antherys avanzó con paso lento, pero firme, aunque por dentro la tormenta de sus pensamientos la consumía. La propuesta de los Auferic, tan reciente y aún tan audaz, seguía atormentándola. Una posible unión entre las castas de los Templaeh Tenebraeh y las Isharath era más que una estrategia; era un juego peligroso de poder y supervivencia. Uno que, si bien podía asegurar un frágil equilibrio en los reinos, también podía fracturarlo irremediablemente si algo salía mal.

Cuando llegó al final del pasillo, empujó las puertas de bronce con ambos brazos, abriéndolas hacia la sala octagonal de Aurenost. Allí, un espectáculo de luz la envolvió de inmediato. Los vidriales traslúcidos que adornaban las paredes proyectaban juegos de colores, como si las estrellas mismas se hubieran derramado sobre el suelo de mármol pulido. Desde esa altura, las ventanas ofrecían una vista clara de la vasta inmensidad de los 33 Montes de Arduin, que se extendían como un mar de colosos azules y grises hacia el horizonte.




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