Ruta de Uranthir,
hora décimo tercera.
La neblina persistía como un manto interminable, envolviendo al carromato y sus guardianes en un mundo que parecía haber sido arrancado de algún sueño oscuro. Los árboles que flanqueaban el camino eran altos y delgados, con ramas que se retorcían como dedos huesudos hacia el cielo, bloqueando la poca luz que el sol aún ofrecía. El silencio reinaba, roto únicamente por el crujir de las ruedas del carromato y los cascos de los caballos que parecían cada vez más inquietos.
Eloria iba sentada en el interior del carromato, pero sus pensamientos no descansaban. Una sensación pesada y ominosa le recorría el cuerpo, como si las sombras mismas del bosque estuvieran al acecho. Aelron y Thalanthir caminaban cerca, sus siluetas apenas visibles en la penumbra. La Isharnati'Isharni'Ushvaeri notó cómo sus manos descansaban firmemente en las empuñaduras de sus armas, y sus ojos no dejaban de observar los alrededores, moviéndose como si buscaran algo que sabían que estaba allí, pero que no podían ver.
—¿Esto es normal en la Ruta de Uranthir? —preguntó Eloria, dirigiéndose a Ilariel, quien conducía el carromato con una expresión más seria que de costumbre.
—No del todo —respondió Ilariel, sin apartar la vista del camino. Su tono era contenido, casi como si temiera pronunciar las palabras en voz alta—. La neblina siempre está presente, pero... hay algo distinto esta vez.
—¿Distinto cómo? —insistió Eloria.
—Es más densa. Más... viva.
Antes de que Eloria pudiera replicar, Aelron levantó una mano para indicar que se detuvieran. Sus ojos se entrecerraron mientras miraba hacia el bosque, y su rostro, normalmente imperturbable, mostraba una leve tensión.
—¿Qué sucede? —preguntó Thalanthir, acercándose con cautela.
Aelron no respondió de inmediato. Su atención estaba fija en las sombras entre los árboles, donde algo parecía moverse. Un susurro casi imperceptible llegó hasta ellos, un sonido que no era viento ni el crujir de ramas.
—Hay algo aquí —dijo finalmente, su voz baja pero cargada de alarma—. No estamos solos.
En ese momento, un rugido profundo, más como un gruñido gutural, rompió el silencio. Fue seguido por el sonido de algo pesado moviéndose rápidamente entre los árboles. Las sombras comenzaron a retorcerse y alargarse, y de ellas emergieron figuras. Lobos, pero no lobos comunes. Sus cuerpos estaban formados de oscuridad pura, como si fueran fragmentos del abismo que habían cobrado forma. Sus ojos brillaban con un fulgor rojo, y sus colmillos parecían hechos de obsidiana.
—¡Varunthir! —exclamó Ilariel, deteniendo de golpe el carromato—. ¡Por Ishera, proteged a la sacerdotisa!
Los lobos de sombras avanzaron lentamente al principio, sus movimientos casi hipnóticos, pero cargados de una amenaza palpable. Aelron y Thalanthir reaccionaron al unísono, desenvainando sus armas. Las hojas de sus espadas brillaron con una tenue luz azulada, un destello de magia antigua que parecía responder a la presencia de aquellas criaturas.
—¡Quédese dentro, mi señora! —ordenó Aelron a Eloria, su tono firme pero no carente de respeto.
Eloria, aunque desconcertada, obedeció. Se aferró al colgante que llevaba al cuello, murmurando una oración a Ishera para invocar su protección.
El primer Varunthir atacó con una velocidad que parecía desafiar las leyes de la naturaleza. Aelron lo enfrentó, girando su espada en un arco perfecto que cortó a la criatura a la mitad. Pero en lugar de caer, el lobo se disolvió en sombras que rápidamente se reagrupaban, tomando nuevamente su forma.
—No se pueden matar con acero normal —gruñó Thalanthir, retrocediendo mientras bloqueaba el ataque de otro Varunthir.
—¡Usa la runa! —gritó Ilariel desde el carromato, arrojándoles un pequeño amuleto grabado con símbolos antiguos—. ¡Solo el fuego rúnico puede dispersarlos!
Thalanthir atrapó el amuleto en el aire y lo activó con un grito gutural. La runa brilló intensamente, y una llamarada azul salió disparada hacia el lobo más cercano, envolviéndolo en llamas etéreas. La criatura aulló y se desintegró en una nube de humo que el viento dispersó rápidamente.
El resto de los Varunthir se detuvo, como si dudaran, pero solo fue por un instante. Luego, todos atacaron al unísono, un torbellino de sombras y dientes que rodeó al grupo. Aelron y Thalanthir lucharon con una coordinación impecable, sus espadas y las llamas rúnicas formando un muro de defensa que mantenía a las criaturas a raya.
Dentro del carromato, Eloria cerró los ojos y se concentró en un antiguo cántico que había aprendido en los seminarios. Su voz era baja al principio, pero pronto creció en intensidad, resonando como un eco dentro de la neblina. Una luz dorada emanó de su colgante, proyectándose hacia afuera y creando un círculo de protección alrededor del carromato.
Las criaturas vacilaron. Sus gruñidos se convirtieron en chillidos, y retrocedieron, aunque no del todo. Una de ellas, más grande que las demás, avanzó hacia Eloria, desafiando la luz del círculo.
—¡Atrás, engendro de sombras! —exclamó ella, levantando su colgante. Una explosión de luz dorada salió disparada, golpeando al Varunthir en el pecho y lanzándolo hacia atrás.
La criatura se desintegró en un remolino de sombras, y con su destrucción, el resto de los lobos comenzó a retirarse, deslizándose de regreso a la neblina como si nunca hubieran estado allí.
El silencio volvió al bosque, pesado y casi irreal. Aelron y Thalanthir permanecieron en guardia unos momentos más antes de relajarse.
—No es común que los Varunthir ataquen a viajeros —comentó Ilariel, su voz cargada de preocupación—. Algo los está inquietando.
Eloria, aún temblando por la experiencia, miró hacia la neblina que los rodeaba. Había sobrevivido al ataque, pero algo en su interior le decía que esto era solo el principio.
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Editado: 13.12.2024