En la profundidad de la prisión de Urferic,
Las paredes de aquella profunda caverna parecían latir. No con vida, sino con una densidad aplastante que le oprimía los pulmones y le ralentizaba cada pensamiento. Ilariel caminaba entre sombras, pegada a los muros de cuarzo ámbar y opacio, donde el silencio no era solo ausencia de sonido, sino de una fuerza que arrastraba su voluntad al abismo de la confusión. Los cristales injertados en cada celda, vibraban con una intensidad casi imperceptible, chocando con su campo aurico. Como sacerdotiza guerrera del desplazamiento flamíjero, aquello era una tortura silenciosa. Las sienes le latían como si estuvieran por estallar. Su visión periférica se distorsionaba a ratos, y cada paso que daba era como avanzar con cadenas en los tobillos.
No era solo la fatiga: era una forma de desgaste espiritual. Como si su alma estuviera siendo drenada poco a poco.
¿Cuánto más faltaba?
Se detuvo un instante, apoyándose en una de las columnas del pasillo. La piedra era áspera, viva. Y tenía esa maldita vibración constante que la hacía crujir por dentro. Miró hacia adelante, hacia una intersección mal iluminada donde una antorcha solitaria parpadeaba en rojo. Desde allí, oyó voces, susurros bajos, y luego silencio. Un patrullaje. Dos hombres. Una elfa y un Elvae mestizo. Ilariel lo dedujo al reconocer los pasos asimétricos. Esperó. Contó los segundos. Observó sus trayectorias. Luego cruzó.
Su cuerpo se desvaneció un instante en un parpadeo azulado, desplazándose hacia una esquina en sombra. Su respiración era medida, precisa. No podía cometer un solo error. No estando tan cerca.
Porque lo sabía. Estaba cerca. Lo sentía en el aire, en la presión creciente, en la forma en que los corredores se estrechaban y comenzaban a volverse más ornamentados, más reforzados. Un cambio sutil en el patrón de arquitectura: barrotes reforzados, runas de sellado inscritas sobre las puertas, sistemas de cierre que no se veían en las celdas comunes.
Había entrado a la sección más profunda.
Apretó los dientes. Eloria tenía que estar allí.
Siguió avanzando, esta vez gateando bajo un arco roto, colándose entre cajas de suministros y telas sucias. Evitó una lámpara caída, sorteó un charco de aceite, y emergió tras un muro que daba a una sala cuadrada. Allí, en medio de una celda estaba ella, Eloria, echada, dormida, fuera de la misma, habían dos guardias que la custodiaban, se hallaban a unos centímetros lejos de la misma, pero ahi estaba ella. El rostro pálido, el cabello enredado. Pero sus ojos estaban entreabiertos. Firmes. Fingía somnolencia.
Ilariel casi dejó escapar un aliento de alivio. Pero se contuvo. No había tiempo para emociones. Estudió el entorno. Había otra salida, una puerta reforzada al fondo. Dos pasillos laterales y un grupo de cajas apiladas en la esquina derecha. A su izquierda, una vieja rejilla de ventilación semiabierta.
“Podría usarla.” Se dijo. Pero no podría sacar a Eloria por allí. Solo entrar. Eso le bastaba.
Se preparó. Ajustó su daga. Activó una vez más la vibración tenue de su deslizamiento flamijero. Calculó el ángulo, visualizó el punto de anclaje, lanzó su daga.
Entonces, en un destello azul, desapareció.
Cuando reapareció, lo hizo tras uno de los barriles de la sala. Su presencia era un susurro. Un aliento entre sombras.
Eloria no se había movido. Pero algo en su mirada cambió. La notó. Ilariel asintió en silencio. El momento estaba cerca. Solo tenía que esperar el instante preciso… y por fin, liberarla.
Fue en ese momento, cuando sus ojos se encontraron con los de Eloria. Aunque ella no pareció mirarla, pues estaba con los ojos cerrados. Fingía estar dormida.
Entonces escucho pasos, primero como un eco, luego como una amenaza. Rítmicos. Cargados. Cuatro figuras emergieron desde el pasillo lateral. No eran simples bandidos: aquellos individuos portaban armaduras negras, adornadas con hebillas angulosas y capas oscuras. Portaban lanzas con empuñaduras forjadas en hierro negro. El símbolo de Kaelthir marcado en las hombreras.
—Aquí está —dijo uno de ellos con voz ronca—. El jefe quiere hablar con ella ahora mismo.
Eloria, sin cambiar de expresión, fingió seguir adormecida, dormida, ni siquiera se había percatado de su presencia. Pero Ilariel notó cómo tensó levemente los dedos. La sacerdotisa estaba alerta… pero débil. El efecto de los cristales y cuarzos de Urferic aún la golpeaban. Tal vez no duraría mucho más sin desmayarse por completo. Pues a ella le costaba estar ahí.
—Despiertenla, con cuidado —gruñó otro guardia—. No sabemos si aún está canalizando.
En una maniobra medida, los cuatro levantaron a Eloria con correas y la despertaron. Uno de ellos murmuró algo en un dialecto antiguo, probablemente una orden de precaución. La procesión giró hacia el pasillo contrario, el que llevaba de vuelta a las salas intermedias del complejo. He Ilariel, clavada en la sombra, no pudo hacer nada. Su mano se crispó sobre el mango de la daga. Su pecho ardía de frustración. El momento perfecto se había esfumado como humo en la brisa. No podía seguirlos directamente. El pasillo era abierto, sin cobertura. Si la descubrían ahora, no sólo pondría en peligro a Eloria… sino toda la misión. Se deslizó hacia atrás, pegándose al muro húmedo. Buscó refugio detrás de una de las rejillas. Desde allí observó cómo las figuras se desvanecían entre el murmullo de la prisión.
Cerró los ojos. Respiró profundamente.
“No puedo alcanzarla así. No mientras haya vigilancia constante… Necesito redirigir su atención. Necesito caos.”
El pensamiento le golpeó con fuerza. No era una decisión fácil. Pero no había otra forma. Había visto las rutas, las antorchas, los patrullajes. Sabía qué puntos eran más vulnerables. Sabía qué columnas sostenían más tensión de lo que aparentaban. Y sabía cómo encender un incendio que pareciera accidente. Un plan empezó a tomar forma en su mente. No era sólo una distracción. Era un colapso controlado. Además, había otra razón.
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Editado: 27.04.2025