En el interior de la estancia de Kaelthir,
Eloria sintió cómo la pesadez regresaba a ella, apoderándose lentamente de sus extremidades. Su cuerpo temblaba, una mezcla amarga entre agotamiento y tensión acumulada. La sacudida mental que había significado aquella conversación con Kaelthir aún latía fresca en su memoria, resonando en los rincones más profundos de su conciencia. La joven sacerdotisa aún estaba recluida en aquella sala contigua, vigilada por dos figuras enmascaradas que la observaban desde las sombras. Reconoció la fisonomía mestiza de uno de ellos: alto, robusto, probablemente descendiente de las castas más duras de los Elfuarade. El otro, claramente humano, se movía con una inquietud apenas perceptible, propia de aquellos que no estaban acostumbrados al ritmo de cautividad prolongada.
«¿Qué harás ahora, Kaelthir?», pensó para sí misma. La repentina interrupción por la irrupción de aquella invasora había frustrado cualquier oportunidad inmediata de seguir ahondando en los enigmas que el líder de los Ulblatanah le había revelado a medias. En su fuero interno, Eloria se recriminó una y otra vez por haber dudado en hacer más preguntas, en forzar más respuestas.
Los guardias permanecían quietos, imperturbables, intercambiando miradas silenciosas bajo las sombras que delineaban sus rostros. En la distancia, desde los corredores exteriores de la caverna, se escuchaban ecos amortiguados de combates, explosiones menores y gritos entrecortados. Algo violento estaba ocurriendo fuera, y ella podía imaginarse la figura implacable de Ilariel que parecía decidida a acabar con todo. Pero había algo más inmediato en su mente, un tormento sutil y persistente: Kaelthir había mencionado cosas sobre Hariel, sobre aquella misteriosa ciudad detrás de las montañas de Orestia y del asentamiento de Herussa. Lo que más turbaba su alma era la mención de Aldeus Lancis Lancea, un nombre envuelto en leyendas que pocos se atrevían a pronunciar y muchos menos comprendían en profundidad.
«Tecnología…», susurró mentalmente, intentando saborear el término extraño, casi prohibido. «¿Qué clase de poder sera?»
Sus pensamientos se quebraron momentáneamente cuando el humano que la resguardaba se removió incómodo, acercándose unos pasos hacia ella.
—Tranquila, —murmuró en un tono moderado, carente de malicia, casi con incomodidad—. Mientras permanezca quieta, nadie le hará daño.
Ella le sostuvo la mirada, intentando percibir algo más allá de lo obvio. Había un tinte de respeto reverencial en aquellos ojos, un reflejo de superstición o temor arraigado en el subconsciente humano hacia lo sagrado. Quizá pudiera aprovecharse de ello.
—¿Quién es la invasora? —Preguntó suavemente, mostrando un interés fingido que en parte era real. La duda también le corroía.
—No estamos seguros —respondió el Elfae mestizo con brusquedad, mirando con molestia al humano, como si lo reprendiera en silencio por responder—. Pero pronto Kaelthir la detendrá.
El humano agachó la cabeza, en silencio obediente.
Eloria se movió ligeramente, acomodándose contra el frío muro, intentando recuperar parte de su energía vital, todavía mermada por el Urferic algunos efectos que aquel Crystal le había dejado 2 horas antes. El ambiente en aquella sala era menos opresivo que en las celdas del segundo nivel, pero seguía sintiendo una incomodidad profunda, como si sus pensamientos se arrastraran lentamente, limitados por una neblina pesada.
Intentó repasar mentalmente las últimas revelaciones que había escuchado. La mención de Hariel y de aquella arma terrible, el Blaszter, aun retumbaba con fuerza en su mente. Pero aún más penetrante era la idea de un poder oculto que pudiera cambiar el equilibrio de todo Vaelorn y más aún, del mundo entero. Se cuestionaba si la madre superiora Antherys estaba enterada de todo aquello y hasta qué punto su misión a Anduril Duryadan era solamente una parte de un juego mayor, del cual ella no era más que una ficha en el tablero.
—¿Has estado en Orestia alguna vez? — Le preguntó entonces al humano, tratando de mantener un tono tranquilo, casi amistoso.
Él pareció sorprendido por la pregunta directa.
—Nunca tan lejos. Solo en Herussa —respondió, dudando—. Los ancianos allí hablan cosas extrañas sobre las montañas.
—¿Qué clase de cosas? —insistió ella, controlando la ansiedad en su voz.
El humano miró con incomodidad hacia su compañero mestizo, pero al no recibir ninguna señal contraria, decidió responder.
—Hablan de espíritus guardianes, de ruinas que se alzan entre la niebla en las noches más oscuras. Dicen que nadie que cruce las montañas vuelve igual. O no vuelve nunca.
Eloria asintió levemente, fingiendo indiferencia, aunque su corazón latía con renovada ansiedad.
—¿Y has oído hablar de Aldeus Lancis Lancea?
Esta vez, fue el mestizo quien reaccionó. Sus ojos brillaron con una mezcla de advertencia y temor.
— Bueno, esos asuntos no nos incumben. Creo que Kaelthir ya le habrá dicho demasiado al mencionarle cosas como esas. Vuestra conversación se escuchó hasta fuera de la estancia.
Eloria calló, sabiendo que insistir demasiado solo cerraría más puertas. Pero al menos había comprobado que el nombre de aquella ciudad perdida aún resonaba fuerte entre los seguidores de Kaelthir. Y sobre todo, que los humanos en Herussa podían ser la clave para entender aquel enigma. Y el misterio del Líder de los Ulblatanah: Hariel.
— lo mejor sería que no pregunte más—añadió finalmente el joven—. Hay respuestas y preguntas que ni usted querría conocer.
Pero se equivocaba. Porque ella sí quería respuestas. Las quería desesperadamente.
De la nada, calma temporal se rompió de golpe cuando un tercer individuo apareció apresurado, jadeando y con expresión agitada.
—¡Están llegando más guardias! Kaelthir necesita refuerzos. ¡Vayan rápido!
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Editado: 27.04.2025