Sangre de Dioses y Reyes

Capítulo XXI

En el interior de la camara de Urferic,

El ambiente en la cámara era sofocante.

La lámpara de aceite en el centro apenas ofrecía una luz vacilante, proyectando sombras largas y quebradas en las paredes toscamente labradas. El aire olía a metal oxidado, humedad estancada y algo más denso… como el olor del miedo no confesado.

Ilariel fue arrojada con brusquedad al suelo, cerca de una de las columnas centrales de la sala. Los grilletes en sus muñecas tintinearon al chocar contra la piedra, y un quejido sordo se escapó de sus labios. A pesar del dolor, sus ojos brillaban de furia contenida. No se permitiría caer tan fácilmente en la desesperación. No ahora.

A pocos metros, en un banco improvisado, Eloria ya se encontraba sentada, también con las muñecas sujetas, aunque sus ataduras parecían más simbólicas que efectivas. Sus ojos dorados parpadearon con un fulgor de reconocimiento al ver a Ilariel.

Un lazo invisible se tensó entre ambas. No era amistad. Era algo más antiguo: supervivencia compartida.

El sonido de pasos resonó en el corredor.

Kaelthir entró en la sala.

Su silueta se dibujó nítida contra la penumbra, su porte erguido, su espada aún en mano, aunque bajada. Se detuvo frente a ellas, dejando que su presencia llenara el espacio como una marea silenciosa.

Durante un instante no dijo nada.

Sus ojos, dos piedras talladas por milenios de guerra y traiciones, recorrieron a ambas figuras.

Primero a Eloria, con una sombra de evaluación crítica.
Luego a Ilariel, con una chispa casi divertida en su mirada, como quien observa a una fiera atrapada en una jaula demasiado pequeña.

Bueno, bueno... —dijo al fin, su voz ronca y casi amable, pero cargada de una amenaza latente—. Vaya par de joyas me he encontrado aqui.

Ninguna respondió.

Ilariel apretó los dientes. Eloria mantuvo su compostura, aún cuando su corazón golpeaba dentro de su pecho como un tambor de guerra.

Kaelthir se paseó despacio, midiendo cada uno de sus pasos.

Una sacerdotisa de Ishera... —murmuró, pasando un dedo por la piedra polvorienta del banco donde Eloria estaba sentada—. Y una Sacerdotisa guerrera de Urishadar...—Alzó la ceja, como si saboreara el absurdo de aquella coincidencia—¿Qué habré hecho para merecer tal visita?

Ilariel escupió al suelo, su gesto altivo pese a su estado.
Kaelthir apenas sonrió.

Valoro el espíritu. —dijo con simpleza, girándose hacia Eloria—. Pero la fuerza bruta no es lo que más me interesa ahora.

Se inclinó un poco hacia la sacerdotisa, sus ojos buscando los de ella con la precisión de una daga.

Me interesa saber... —su voz bajó en un murmullo grave— ...qué verdad cargas contigo. Qué misión secreta corre en tus venas, Eloria de Arduin.

Eloria mantuvo su rostro sereno. Por dentro, su mente era un hervidero. Sabía que debía medir cada palabra. Cada inflexión. Cada mentira o verdad. Porque frente a ella no había un simple forajido. Había un guerrero forjado en la historia antigua, en secretos que su propia gente le había negado toda su vida.

Un silencio cargado pesó se genero entre ellos.

La partida de verdades y medias verdades estaba por comenzar.

Y una cosa era segura para ambas prisioneras: Del resultado de esa partida dependía no sólo su vida, sino quizás el futuro mismo de Vaelorn.

En esos momentos, Kaelthir mantuvo su mirada fija en ambas Elfae por unos instantes, como un cazador que sopesa el valor de su presa antes de dar el golpe final.

Se cruzo de brazos, inclinó apenas la cabeza, como quien realiza una observación clínica.

Entonces empezó:

Dime, —murmuró, su voz tan baja que la sala pareció aguzar el oído— ¿por qué una flamígera del Templo de Urishadar acompañaba tu viaje?

Eloria sostuvo su mirada. Aunque por dentro sus pensamientos se agitaban como un enjambre de abejas.

Ya respondi a esa pregunta hace rato, —dijo con la voz firme, aunque su corazón retumbaba en sus costillas—. Estoy en una misión hacia Anduril Duryadan, Ilariel y los dos elfos que me escoltaban eran mis únicos acompañantes. No miento. Fui sincera contigo.

Kaelthir ladeó la cabeza, como si saboreara la respuesta, pero su sonrisa ladeada revelaba que no se tragaba la versión completa. No era un tonto. No con doscientos mil años de traiciones a sus espaldas.

—Sinceridad parcial, jovencita. Eso no basta en estos tiempos —su tono no era acusador, era peor: era decepcionado.

Fue entonces que, contra todo pronóstico, Ilariel, aún maniatada, pero erguida como una roca de guerra, intervino.

—Lo que dice es verdad. —su voz cortó el silencio como un cuchillo—. Yo fui enviada en secreto para vigilarla.

Kaelthir arqueó una ceja, intrigado.

—¿Por quién? —preguntó.

Ilariel sostuvo su mirada sin pestañear.

—Por la Suma Madre Ishastari Antherys. —Su tono fue más bajo, casi con rencor—. Con sello firmado por el mismísimo Rey Mablum III.

Durante un instante, un silencio espeso se apoderó de la estancia.

Kaelthir cerró los ojos brevemente, asimilando la información. Y en su interior, piezas invisibles comenzaron a encajar. Demasiadas casualidades. Demasiados movimientos hacia un mismo lugar.

—Esto ya es inusual. Ya van varias sacerdotisas... —murmuró para sí, más que para ellas—. Y todas hacia Anduril Duryadan.

Kaelthir empezó a pasearse frente a ellas, sus pasos resonando como un metrónomo siniestro.

Su mente encajaba con rapidez.

Si Antherys, esa astuta víbora, había enviado a una nueva Isharnati’Isharni’Ushvaeri con escolta encubierta...
Si los altos elfae y las diversas órdenes sacerdotales estaban movilizando piezas hacia Anduril... Entonces allí había algo más que rituales de linaje. Algo que removía raíces mucho más profundas.




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