Sangre de Dioses y Reyes: Ecos de una verdad antigua.

CAPITULO III: APRENDIENDO A INCLINARSE ANTE LOS DIOSES.

2 años después del ritual de las 33 reverencias,

El mármol pulido del Pabellón de Instrucción Litúrgica estaba siempre frío. Incluso en los días calurosos, cuando las brisas del sur ascendían por las terrazas de Vidrialys, el suelo del templo seguía siendo helado. Era un frío que penetraba por la planta de los pies y se anclaba en la columna vertebral, obligando a cada discípula a mantener la postura recta, la mirada humilde, y el alma dispuesta.

Sylfired tenía ahora cinco años. Su cuerpo se había alargado con gracia, y sus ojos mostraban una madurez extraña, un fulgor velado por la obediencia.

Ese día, como todos los séptimos del ciclo lunar, debía aprender a inclinarse ante los dioses. Pero no una simple genuflexión, no un acto vacío. En el mundo de las sacerdotisas del culto de Vidria, cada reverencia era una construcción espiritual, una invocación precisa, una forma de resonar con el patrón metafísico de la divinidad correspondiente.

"Una genuflexión ante Ishera exigía los pies en cruz y las manos entrelazadas como lunas menguantes. Una reverencia ante Parshath, el juez de la devastación, requería un solo brazo extendido y la flor de enshayri, una flor roja que debía apretarse contra el pecho mientras se recitaba un pensamiento ritual: "Juzga en mí lo que no comprendo."

Y así, uno a uno, los doce dioses mayores y los veintiún menores eran grabados en su cuerpo, en sus músculos, en su respiración.

—¡No es así! —le gritó una tutora ese mediodía—. ¡Tu rodilla debe tocar el suelo con la flor exacta! ¡Y tu pensamiento no debe vacilar!

Sylfired respiró hondo y repitió el gesto, con la flor aplastada entre los dedos, mientras sentía que una carga invisible comenzaba a asentarse en su pecho, un cansancio que no era físico, sino mental. Cada día se sentía más pesada, como si un velo se espesara lentamente sobre su mente.

Cada reverencia, cada nombre memorizado, cada descripción del dios menor de los túneles o del dios mayor de los vientos… era como un hilo que se cosía en su alma.

Y con cada hilo… el recuerdo de Yhwh, el Elohe Verdadero, comenzaba a desvanecerse.

Por las noches, antes de dormir, Sylfired intentaba recordar aquella voz, aquella luz imposible, aquel trono de lapislázuli. Pero solo encontraba niebla. La voz que antes la llamaba en sueños ahora era un murmullo lejano, una nota apagada por los cánticos de las sacerdotisas, los himnos que le obligaban a entonar cada mañana con los ojos cerrados.

Hasta que un día, algo cambió.

Fue durante una sesión privada de adoctrinamiento, mientras repasaban los rostros de Majestic Vidria a lo largo de las distintas sedes menores que rodeaban el monte Vidrialys.

Sylfired levantó la mirada y preguntó:

—¿Por qué el rostro de Vidria nunca es el mismo?

Una de sus tutoras, la madre instructora Vaenyra, respondió sin mirar:

—Vidria es la Diosa del Cambio. Nunca serás capaz de retenerla por completo.

La respuesta dejó a Sylfired intranquila. Si ni siquiera sus sacerdotisas podían fijar su rostro… ¿entonces a qué se inclinaban realmente?

Esa noche, el sueño regresó.

Sylfired se halló caminando por una galería sin fin. Estatuas talladas en cristal bordeaban las paredes, cambiando de forma cada vez que ella las miraba. Una tenía brazos múltiples. Otra, ojos en espiral. Una más tenía dos rostros superpuestos, uno sonriente y otro llorando.

Al fondo de la galería, la estatua más grande de todas se alzaba con cuerpo de cristal brillante y multitud de ojos giratorios. Sus extremidades se reconfiguraban sin cesar, sus formas oscilaban como si la realidad misma no pudiera contenerla.

Era Majestic Vidria.

Entonces, una voz profunda, inconfundible, retumbó en su mente como un trueno distante:

—Esta es la forma de algunos Elohim, de aquellos que se rebelaron contra mí.

Sylfired cayó de rodillas en el sueño. Las estatuas comenzaron a girar a su alrededor, distorsionándose aún más, como si fueran máscaras vivas.

—Muchos se inclinan ante ellos. Los llaman dioses. Los visten de virtud. Pero no son más que ecos, Sylfired. Ecos deformes de lo que alguna vez fue perfecto.

La niña sintió que su mente se quebraba. El mármol bajo sus pies se agrietaba. El firmamento del sueño caía.

—Sé fuerte, hija del cambio. No olvides lo que viste. Aunque todo lo demás lo olvides… recuerda que la verdad tiene forma. Y su forma no cambia.

Sylfired despertó sudando, con la mirada clavada en el techo abovedado de su celda. Afuera, comenzaban los cantos matutinos. Ya era hora de aprender otra reverencia. Otro gesto. Otra flor.

Pero dentro de ella, una pequeña chispa ardía. Algo que ni el mármol, ni las flores rituales, ni los pensamientos dictados… podrían apagar.

Una memoria indeleble, escrita en luz.

-------------

Monte Vidrialys, sede del Templo de los Ecos,

El viento descendía templado por las altas galerías del Templo de los Ecos, donde las aprendices de Majestic Vidria realizaban su formación litúrgica. Aquella mañana, el canto repetido de las novicias resonaba como un tambor lento, ancestral, que no permitía el pensamiento propio, solo el fluir de las sílabas sagradas:

Vídra Nesh Aelah… Vídra Nesh Aelah…

Sylfired repetía los mantras, pero no los sentía.

Llevaba semanas observando una inquietante repetición en todo el ciclo ritual. Las oraciones se recitaban a la misma hora, con las mismas entonaciones, la misma respiración, los mismos gestos, como si fueran una coreografía mental diseñada para eliminar la voluntad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.