En el Fiordo de Skargar,
Frontera entre Ursun y Ardarxin,
El fiordo tenía un solo nombre, pero también tenía muchos. Los pescadores de Ursun lo llamaban Lobo Dormido porque, en algunas noches, la marea respiraba con un bramido grave que parecía surgir de un pecho inmenso. Los pastores de Ardarxin le decían La Cuerda: un hilo de agua tirante entre acantilados que en invierno se helaba de costa a costa y rendía un puente traicionero a quienes quisieran cruzarlo con prisa. Aquel amanecer, el viento lo nombró de otra manera, en secreto, con el silbido que se cuela por las grietas del hielo justo antes de romperlo.
Dos columnas humanas emergieron de la ventisca por lados opuestos del fiordo. No eran ejércitos, pero sí comitivas de guerra: veinte jinetes y cincuenta lanceros por cada bando, escoltando a sus yards para un duelo de jurisdicciones. Los estandartes —la mano de fresno de Ardarxin, el toro de plata de los Urtharin— latigaban el aire como si quisieran herirse mutuamente antes de que lo hicieran los hombres. El hielo crujió bajo cascos y botines; por debajo, el agua negra del fiordo, quieta como un secreto, aguardaba.
El yard Hjorsen de Ursun avanzó primero. Llevaba en la mejilla una línea pálida, recuerdo de una emboscada, y en la voz el tono de quien prefiere pactar un precio antes que gastar hombres.
—Este puente no es tuyo —dijo sin levantar la voz, como si el frío pudiera partir las palabras—. Ni lo es el peaje que cobras en él.
El yarl Taer Vardik un hombre ancho, con barba que parecía haber absorbido todas las nevadas de la estación, sonrió sin jovialidad.
—Todo lo que sostengo con mis botas —respondió— me pertenece hasta que alguien me lo quite.
La ventisca se arremolinó entre ambos como un mensajero impaciente. Los jinetes de retaguardia ajustaron cinchas; los lanceros midieron la distancia a ojo. Hjorsen alzó la mano: dos filas adelantaron, clavaron los talones, hicieron resonar las astas contra los escudos. Taer replicó el gesto. Por un latido, el mundo fue puro cálculo: ángulos de lanza, peso del caballo, resistencia del hielo.
Entonces el viento aprendió un nombre y sopló con intención.
No fue un rugido ni un golpe: fue un suspiro que encontró una falla antigua y la convirtió en grieta. El hielo que sostenía a los caballos se cuarteó como vidrio templado; una malla de líneas blancas avanzó en abanico desde el centro del puente. Los animales bufaron, las crines se erizaron, varios escudos resbalaron de manos entumecidas. Hjorsen y Taer desmontaron a la vez de sus Draugir, no por miedo —se dijeron—, sino porque ningún hombre cuerdo cabalga sobre una promesa de abismo.
—Fuera lanzas —ordenó Hjorsen. Su gente obedeció con la disciplina práctica del norte: puntas al suelo, escudos a la espalda, manos visibles.
—Fuera lanzas —repitió Taer, bajando la voz hasta hacerla de hierro.
Los dos jefes caminaron el tramo final del puente hasta encontrarse en el ojo de la ventisca. Allí el aire giraba en un remanso de cristales; cada copo se pegaba a la barba, a las pestañas, al silencio. Cuando estuvieron a una distancia en la que podían oler el cuero mojado del otro, la grieta se detuvo, obediente a un mandato que ninguno entendió.
—Habla primero —dijo Taer.
Hjorsen no habló de honor ni de antiguas ofensas. Habló de carga de mulas, de hileras de sal, de tres aldeas al borde de la hambruna si el peaje se duplicaba. Cuando terminó, Taer tampoco habló de derechos ancestrales; habló de pasos bloqueados, de patrullas perdidas en tormentas, del precio en leña y hombres que había costado mantener aquel cruce abierto. La discusión duró lo que tarda la sangre en aceptar el frío: poco, pero para siempre.
Alguien del Norte de Ardarxin quiso adelantar, quizás por celo, y el hielo se quejó. Un lancero musitó una oración a los espíritus de la marea helada; otro, más práctico, miró hacia el cielo buscando un signo que le dijera si aquella mañana iba a volver a casa o a hundirse con la placa azulada del hielo. No hubo signo.
Hubo huellas.
No las hizo nadie, o nadie que tuviera ojo humano. Pequeñas, ligeras, huellas sin dueña comenzaron a dibujarse en la escarcha que cubría la baranda del puente, como si una presencia caminara por el borde del mundo sin peso. Un portaestandarte del Norte de Ardarxin las vio de reojo y se santiguó a su manera, apretando los dientes para no señalar. Un niño de recados del Sur —demasiado joven para estar allí, demasiado útil para dejarlo atrás— abrió la boca; el cabo a su lado le cubrió los labios con un guante helado.
«Mira, pero no digas», le dictó en silencio.
Las huellas avanzaron hasta situarse entre ambos jefes y se detuvieron. Sobre el aire, un velo de escarcha fugitiva trazó un signo: una espiral corta, dos líneas cruzadas y un punto central. La runa de la tregua para los clanes del norte, un dibujo que las madres hacen con el aliento en los cristales cuando dos hermanos pelean demasiado cerca del fuego.
Hjorsen y Taer no se miraron a los ojos al verlo. Miraron los bordes, el hielo que se había frenado, los caballos con la oreja tendida hacia lo invisible. En el norte, los hombres orgullosos no admiten que el mundo les habla; aceptan, con parsimonia, que tiene sus reglas.
—Tres días —propuso Hjorsen—. Detenemos los peajes y retiramos guardias a los extremos. En el cuarto, vuelvo con cuentas y compromisos. Si no te convencen, cruzas cuando el hielo esté nuevo.
#1372 en Fantasía
#807 en Personajes sobrenaturales
fantasia, fantasia a la realidad, fantasía romance acción aventura
Editado: 03.09.2025