Claro de Skargar,
Día pactado del Plenilunio,
Un año transcurrió desde el pactado.
Y el día acordado llego.
El viento del norte se apaciguó como si alguien le hubiese recordado la Regla Mayor. La casa respiró hondo por las junturas de la madera. Elaeria y Helaena salieron sin capas, sin cuchillos rituales, sin prisa. El rito lo exigía: cruzar hacia Absentia con lo único que sostenía a su pueblo desde antes de los cantares —la Regla y los límites—. Nada más.
Subieron la pasarela de brezo, lenta, exacta, como marchan los viejos ejércitos cuando no buscan gloria sino con el alito de llegar. A cada tramo, el arce de Artinios temblaba apenas y desprendía, como si fueran órdenes, pequeñas láminas de luz que quedaban suspendidas un instante en el aire. El árbol conocía el lenguaje de las hadas tanto como ellas conocían el suyo; por eso no hubo palabras, sólo obediencia.
Ante el tronco mayor, Elaeria colocó sobre la corteza el memorial: un pliego vivo, con el borde rozado de cobre, un sello de resina aún tibia y una hoja del propio arce que no se marchitaba. Las tres materias, juntas, constituían algo más que un expediente: eran el testimonio de una casa, un oficio y un claro. Helaena, a su lado, cerró los ojos y exhaló. No pidió favores; formuló, como enseñan las veteranas, una responsabilidad.
El árbol respondió con el rigor de las cosas antiguas: una grieta de luz se abrió vertical, apenas el ancho de un pecho. Tres respiraciones —éstas eran las reglas—. A la primera, la luz se hizo espejo y devolvió a ambas su propia figura sin alas. A la segunda, borró sus sombras. A la tercera, dejó de ser grieta y fue paso.
Entraron.
No cayeron. Cruzaron. El tránsito no fue un vértigo ni una llama, sino un silencio físico: un lugar donde las hojas no se movían, el agua quedaba suspendida a mitad de la caída y el aire parecía recordar todo lo que alguna vez había sido dicho en voz baja. El vestíbulo de las Rutas, lo llamaban los Heraldos del Rito. Allí se entraba con lo justo; todo exceso se quedaba al otro lado.
—Nombraremos la Regla —dijo Helaena.
—Y los límites —completó Elaeria.
No hubo guardias. No hacían falta. El propio vestíbulo reconocía el pulso de quien llegaba y, si lo juzgaba imprudente, lo devolvía a su casa con el discreto desaire con que las montañas niegan un sendero. Esta vez, el vestíbulo concedió.
Un piso de hojas inmóviles formaba un camino; una lámpara que no ardía y, sin embargo, alumbraba, marcaba el siguiente tramo. A cada paso, el memorial respiraba con las dos: subía y bajaba exacto, como suben y bajan los latidos en una espera. El Exodus, parecía nombrarse sin decirlo.
Doblaron una arista de sombra y vieron la Sala de las Cincuenta Sillas.
No era un salón vasto, sino un anfiteatro de maderas antiguas, sin ostentación. Allí, el ruido era sacrilegio: las voces se medían en sílabas y las sílabas en deberes. Cincuenta sillas contaban una historia que dolía: quince ocupadas, demasiadas vacías. En cada hueco, la madera retenía la memoria de un nombre que no podía pronunciarse. Las ausentes pesaban más que las presentes; esa era la economía de la Sala.
En el centro, una mesa baja de raíz. Detrás, los dos tronos —sin joyas, sin altura— donde la Reina de las Hadas y el Rey de los Fae no se imponían: sostenían. A izquierda y derecha, el alto consejo de los Heraldos del Rito con sus varas sin metal. Eran testigos, no jueces. Los jueces, esa noche, serían la Regla, la Sala y el Árbol.
—Habeis venido aquí, por qué queréis presentar un caso importante.... Presentad —indicó uno de los Heraldos primero.
Helaena bajó el memorial.
Elaeria lo sostuvo con dos dedos por el borde, como se sostiene una promesa ajena para no desfigurarla. No habló del sur ni del norte, aún; nombró únicamente la necesidad: evitar la rotura de una hermana; proteger, sin dominar, dos territorios que pedían artes distintas. El segundo Heraldo, voz serena, hizo lo que manda el rito: leer el Edicto de Demarcación —antiguo, intacto—, enumerar las fronteras, recitar la Regla Mayor y preguntar si se comprendía el precio.
Ambas asintieron. No por cortesía, sino por memoria.
—Traemos límites, he aquí que he propuesto a mi hermana, un Exodus, el territorio asignado a ella pasará a mí —dijo Elaeria, y su voz no tembló—: hemos propuesto no tomar nombres, ni generar vínculos, también hemos hablado de no orillar sueños que obliguen, y sin ventajas que no puedan sostenerse por los mortales. Si nace un vinculo con algún mortal, nos retiraremos en tres lunas; si persiste, renunciaremos. Esto lo hacemos con el alito de no volvermos hadas madrinas.
Helaena añadió lo suyo con esa franqueza que no admite barniz:
—Y una razón: Las Coaliciones externas a Urdaren exigen muro; Urdaren exige bisagra. No tengo dos manos para dos oficios a la vez. Si me quiebro, me pierdo. Por eso, también pedimos el Exodus.
La Sala escuchó.
No era una metáfora. El recinto tenia su propio pulso y reconocia dónde había lucidez y dónde fiebre. Esa noche reconoció lo primero. Aun así, Absentia no concedia aquellos Exodus por simpatía, concedia todo eso por estructura.
—Hablad de presencia y actividades en los sectores que tomaron de Facto,—pidió otro Heraldo con rigidez.
Helaena habló de pasos y puentes, de maderas clavadas en invierno, de vados que salvan o sepultan aldeas. Hablo del Orthuk, Halder y otras provincias coalitivas dentro de Ardarxin, no como quien recita un mapa, sino como quien ha pasado frío en cada uno de esos nombres.
—Hablad de posiciones —pidió otro Heraldo.
Elaeria habló de tres campanas —reunión, retirada y fuego—, de líneas interiores, de grano y agua. Y habló del peligro con palabras que no buscaban asustar: hablo de Velkan Grokm, quien no saqueaba al Azar; ordenaba. Y a eso se respondió con orden, no con cantos.
El Rey no intervino. La Reina tampoco. Escuchaban.
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Editado: 26.09.2025