Bosque de Hjalnr,
Claro de Skargar,
Casa de Elaeria,
El viento fue el primero en enterarse.
No un vendaval, no un rugido; fue un aire buscador de norte que encuentra rendijas, tantea bisagras y aprende a decir tu nombre con un silbido fino. No arrastró nieve: probó la casa. El hogar chisporroteó como si supiera que se iniciaba inventario.
Elaeria no empezó por lo grande. Comenzó por lo que sostiene.
Primero, el mapa de auroras. No era un mapa de camino y distancia, sino de intenciones: corrientes frías, valles de viento, nudos de superstición. Lo extendió sobre la mesa de raíz. La luz lo hizo latir como piel finísima. La hoja de luz —la marca que Absentia le dejó bajo el dorso de la mano— pesó apenas. Un recordatorio. No talismán; medida. Enrolló el mapa con cuidado de escriba. Lo ató con cordel de lino y lo guardó en un estuche de mica.
Luego, la caja de corteza. Dentro dormía el cuchillo ceremonial: hoja estrecha, brillo de escarcha. No corta carne; corta posibilidades. Elaeria rozó el filo con el índice y le habló como se habla a un animal que entiende el oficio.
—Hoy no habrá sangre. Habrá orden.
El cuchillo volvió a acostarse sin ruido.
El campanillo de cobre, después. Lo descolgó del dintel y lo hizo sonar solo una vez. Un timbre limpio, sin adorno. Una: reunión. Dos: retirada. Tres: fuego. Lo envolvió en paño fino. No se lleva por belleza, se lleva porque la gente entiende campanas mejor que edictos.
Siguieron los frascos de resina. No todos, solo cuatro. Uno para sellar maderas abiertas. Uno para marcar estacas. Uno para calzar bisagras. Uno de reserva, por si el invierno decide hablar de más. Los hizo rodar sobre la palma para sentir el peso exacto. La hoja de luz bajo la piel respondió con un pulso que no era latido: era conteo.
La tabla de actas quedó a la vista, en blanco nuevo. La tomó entre las manos, leyó su liso. En Urdaren no firmaría cantos: firmaría costumbre. La guardó con las cosas que no se muestran hasta que hace falta.
Después, las posiciones. No milagros.
—Cuerdas —dijo en voz baja, y la casa obedeció.
Salieron del arcón dos madejas de cáñamo: una gruesa, para fijar; una delgada, para medir. Dos haces de estacas ya marcadas con hendiduras en tercio y medio tercio —los albañiles de Ardarxin lo llamaban “ojo de foso”—. Tizas de cal en bolsa de cuero. Plumas nuevas, pergaminos vivos que admiten rectificación y memoria. Nada de adornos. Nada que no sirva para dejar un trazo en la tierra o un ritmo en la gente.
Apartó lo superfluo. Las cintas azules que alguna hermana dejó en una visita de verano. Un cuenco con piedras lisas del Orthuk que ya no necesitaban decir nada. Una vara de fresno con incrustaciones que suenan bonito y mandan poco. Todo a un cofre aparte con destino al altillo. No se destruye lo que otro quiso; se retira de la mesa antes de marchar.
La casa, obediente, cerró corrientes. La ventana de mica mostró el Orthuk sin ondular. Hielo color azogue. El arce de Artinios dejó caer una escama luminosa que no tocó suelo: se deshizo en el aire. Así son los árboles que han aprendido a escuchar.
Elaeria continuó. Listas. En voz baja, como quien recita una plegaria de trabajo.
—Urdaren: molinos norte, ermita este, línea interior. Tres campanas. Grano y agua que no deben perderse.
Marcó en un pergamino los puntos fijos: dos toques en tinta oscura donde irán las estacas principales, un semicírculo que representa foso ligero, el símbolo que los carreteros entienden para tránsito nocturno. No escribió nombres. No haría falta. Si un molinero veia ese símbolo, sabrá por dónde volver.
Alzó de nuevo la tabla de actas. En el margen, como quien calienta la mano antes del edicto, probó la pluma: Mirar primero. Luego nombrar. Lo dejó sin firma. La firma vendrá cuando la costumbre esté andando.
Guardó una bolsa pequeña con sal, otra con pan seco de brezo —no para comer, para pactar—. Puso en el mismo cofre tres sellos: cobre del campanillo, una gota de resina, una hoja seca del arce. Los sellos sirven más que los discursos.
El viento tanteó la viga central. La madera no crujió. Había juramentos recientes guardados ahí. Elaeria tocó la viga con dos nudillos, vieja señal de oficio, y el sonido quedó en la casa como una cuerda tensa que no incomoda.
—Faltan los pergaminos vivos grandes —se dijo.
Los desenrolló, uno por uno. El primero aceptó el trazado de un corredor entre matorrales de bajo porte; el segundo guardó la cota del molino norte; el tercero repitió el trazo de la ermita: ángulo y sombra, porque a ciertas horas la sombra vale más que un muro. El cuarto quedó en blanco. Un espacio para lo que el terreno enseña tarde.
La hoja de luz bajo su piel palpitó entonces, una vez. No ardor; peso. Presagio de camino. No de partir hoy: de estar lista. Elaeria miró su mano sin fastidio. Aquello no era adorno. Era el recordatorio del Exodus: aceptado, sellado, en revisión un año lunar. No hay emoción ahí; hay método.
Bajó al arcón del suelo. Sacó clavos cortos —la madera blanda de Urdaren no admite los largos—, martillo pequeño, una bolsa de cal y una de tierra diatomea para secar humedales en pasarelas improvisadas. Sumó dos mechas de resina para antorchas que debian morir pronto, no lucirse horas. No viaja una fae como si llevara un altar; viaja como quien debe enseñar a otros a sostenerse sin ella.
El campanillo volvió a llamarla. No lo sonó. Lo sostuvo, sintiendo el frío del cobre. Lo imaginó colgado en Urdaren de la viga correcta. Lo imaginó volviendo dos veces a una docena de muchachos que, sin ese lenguaje, correrían hasta no volver. Lo guardó donde van las cosas que cambian destinos sin levantar la voz.
Dejó sobre la mesa una lista para Helaena. Nada de literatura. Tres líneas.
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Editado: 26.09.2025