Sangre De Dioses Y Reyes: Onyria

Prólogo

Al sur del Continente Occidental de Berethiel.

Vaelorn, Arduin,

Colinas Tempestuosas,

Empieza en Vaelorn.

Empieza en las Colinas Tempestuosas.

Empieza con la caída de un barco de hierro y fuego sobre nuestro mundo, marcando el inicio de una era de caos. Empieza con el surgimiento de Neltharion, el Archimaquiko Technodevastador, quien gobernaría el punto donde Oriente y Occidente se encuentran. La mítica tierra de Valnir

Empieza con la caida de Necroz, el antiguo señor oscuro y el ascenso de uno nuevo.

Empieza de muchas maneras, en múltiples acontecimientos entremezclados, como si el destino tejiera su propia narrativa. Y, sin embargo, también comienza en algo mucho más sencillo y a la vez trascendental: un nacimiento.

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Los gritos de Aleria, la Reina del País de Vaelorn, resonaban en la cámara principal de las Ishastari, las venerables sacerdotisas de Ishera. La habitación estaba iluminada por un brillo etéreo, emanado de cristales sagrados que colgaban del techo, mientras las sacerdotisas se movían con precisión y calma. La voz de Aleria era fuerte, su grito era una mezcla de dolor y esperanza, mientras la líder de las Ishastari pronunciaba cánticos que llenaban el aire con una vibración serena.

—¡Está cerca, mi reina! ¡Solo un poco más! ¡Puje!—Decía una de las sacerdotisas, su voz cargada de confianza y devoción.

Otra Isharath, vestida con un manto perlado, sostenía una compresa de hierbas medicinales sobre la frente de Aleria. El sudor perlaba su rostro, pero sus ojos no eran los de una mujer derrotada. Eran los de una reina, una madre que estaba dispuesta a soportar cualquier cosa para traer una nueva vida al mundo.

Afuera, los corredores del palacio estaban envueltos en una mezcla de silencios tensos y murmullos esperanzados. Aelarion, el rey, caminaba de un lado a otro, con las manos detrás de la espalda. Aunque su rostro era imperturbable, su andar traicionaba la inquietud que sentía. Cada paso resonaba en las paredes decoradas con relieves de antiguos héroes élficos, mientras los sirvientes y guardias lo miraban desde la distancia, sin atreverse a interrumpir su meditación.

Un mensajero se acercó apresurado, inclinándose profundamente ante Aelarion.

—Mi señor, las sacerdotisas informan que el nacimiento está muy cerca.

Aelarion asintió con un gesto breve pero firme, y luego giró hacia su hermano, quien estaba junto a él. Aquel día, Eletharion había tratado de distraer a su hermano llevándolo a una representación musical en el anfiteatro del palacio. Allí, una de las mejores cantantes de la ciudad, una elfa de voz cristalina, Narelia Eroria, había estado interpretando una antigua balada de los días gloriosos de los Altos Reinos. Sin embargo, la función se había acabado para ambos cuando de la nada un sirviente del palacio llegó a ellos y les había informado que Aleria, estaba punto de dar a luz a su primogénito. En ese momento Aelarion se levantó de su Sella, y a paso veloz se dirigió al corazón del Palacio Real. Era un momento importante, uno decisivo.

—Vaelorn prosperará con este nacimiento —dijo Eletharion, tratando de tranquilizarlo.

—Prosperamos, Eletharion. Pero hoy... Hoy se define nuestro futuro.

Vaelorn, en esa época, era uno de los cien reinos élficos que plagaban el mundo. A pesar de ser joven en comparación con las dinastías más antiguas, había consolidado su poder con rapidez. La ubicación estratégica de la ciudad, en las Colinas Tempestuosas, la había convertido en un nodo de comercio y cultura, mientras que las alianzas cuidadosamente tejidas por Aelarion habían asegurado su expansión. Cada rincón de las provincias de Vaelorn y de su capital Arduin, reflejaba el esplendor de una civilización en ascenso, desde sus torres de alabastro hasta los canales de agua cristalina que recorrían las calles como venas vivas de un cuerpo palpitante.

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En la cámara del Parto.

De vuelta en la cámara del parto, el aire cambió. Una sensación indescriptible recorrió a las sacerdotisas, como si la misma Ishera hubiese puesto su mano sobre la frente de Aleria. El grito final de la reina resonó como un eco que parecía tocar cada rincón del palacio. Y entonces, el llanto de un recién nacido llenó la sala.

—Es un varón, mi reina —anunció la sacerdotisa principal, sosteniendo al niño envuelto en una tela dorada.

Aleria sonrió, exhausta pero radiante. Sus manos temblorosas alcanzaron al bebé, y mientras lo sostenía, las luces de los cristales parecieron intensificarse, como si el universo mismo celebrara ese momento.

En los corredores, un guardia se apresuró a entregar la noticia a Aelarion. El rey se detuvo en seco, miró a su hermano con una expresión que mezclaba alivio y orgullo, y luego, sin decir una palabra, se dirigió a la cámara.

A medida que entraba, la visión de su esposa con el recién nacido en brazos lo dejó sin palabras. Se acercó lentamente, arrodillándose junto a Aleria y colocando una mano sobre su hombro. Sus ojos se encontraron, y en ese momento no había rey ni reina, solo dos almas unidas por un amor profundo y por la responsabilidad de guiar a su pueblo hacia el futuro.

—Urael —susurró Aleria.

—¿Cómo dices? —Preguntó Aelarion.

—Su nombre será Urael Faednir Althirion.

Aelarion asintió, pronunciando el nombre en voz baja, como si estuviese probando su peso. En su corazón, sintió que ese nombre llevaría consigo el destino de su pueblo.

Y así, mientras el mundo fuera del palacio continuaba con sus intrigas, sus luchas y sus secretos, un nuevo capítulo comenzó para Vaelorn y para toda la raza élfica. Un capítulo que sería recordado como el preludio de una era de gloria y desafío, de unión y pérdida, de luz y sombra.

Pero este no era solo el nacimiento de un niño. Era el inicio de algo mucho más grande, un hilo enredado en un vasto tapiz cósmico que cambiaría para siempre el destino de su mundo.




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