Salón de los Vientos, Torre de Vaelorn.
Medianoche.
La Torre de Vaelorn, elevada como una lanza que rasgaba el cielo nocturno, era otro de los centros del poder y la sabiduría del reino. En su cima se encontraba el Salón de los Vientos, un espacio abierto donde el aire corría libre, llevando consigo los murmullos del pasado y las promesas de los tiempos venideros. La bóveda celeste, despejada y salpicada de estrellas, iluminaba el mármol pulido del suelo, que reflejaba una luz plateada como un espejo encantado.
Aelarion estaba de pie junto a una de las arcadas abiertas, su capa ondeando con la brisa fría de la medianoche. Sus manos descansaban en la barandilla mientras su mirada se perdía en las colinas que rodeaban Vaelorn. La oscuridad del paisaje era apenas interrumpida por las luces de los campamentos militares a lo lejos, pequeñas brasas que parecían desafiar la inmensidad de la noche.
—¿Estás pensando en el Consejo o en la guerra? —preguntó una voz familiar detrás de él.
Aelarion giró lentamente para encontrarse con su hermana, Kaehlith. Su figura delgada, pero imponente estaba envuelta en una túnica azul oscuro bordada con símbolos antiguos. Su cabello, largo y plateado como la luz de la luna, caía en cascadas sobre sus hombros. Sus ojos, de un verde profundo, buscaban los de su hermano con una intensidad que solo los iguales compartían.
—¿Son cosas tan distintas? —respondió Aelarion con un suspiro.
Kaehlith avanzó hasta situarse a su lado, sus pasos apenas audibles sobre el mármol. Se quedó en silencio por un momento, observando el mismo paisaje que había capturado la atención de su hermano.
—Ellariel juega con fuego al tratar de mediar entre nosotros y Andurith —dijo finalmente—. Pero la verdadera pregunta es: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para evitar que su mano incline la balanza en nuestra contra?
Aelarion no respondió de inmediato. En lugar de eso, extendió una mano hacia el horizonte.
—Ahí, donde el río cruza las colinas —dijo en voz baja—. ¿Lo recuerdas? Ese era nuestro campo de juegos cuando éramos niños. Podíamos correr libres, sin preocuparnos por alianzas, traiciones o ejércitos en nuestras puertas.
Kaehlith lo miró, su expresión suavizándose.
—Eran tiempos más simples —admitió—. Pero la simplicidad no crea reyes, hermano. Ni nos prepara para las sombras que se ciernen sobre nosotros.
Antes de que Aelarion pudiera responder, el sonido de unos pasos resonó detrás de ellos. Ambos se giraron para ver a Eletharion entrando en el salón. Su armadura de cuero oscuro y detalles de acero reflejaba un brillo tenue bajo la luz de las estrellas. A diferencia de Aelarion y Kaehlith, su cabello era corto y oscuro, sus ojos del color del ámbar ardían con una energía inquieta.
—La reunión con los generales ha terminado —anunció Eletharion, acercándose a ellos—. Los preparativos avanzan, pero las dudas persisten. Algunos se preguntan si Vaelorn tiene los recursos para mantener una campaña prolongada.
Aelarion apretó la mandíbula, su postura rígida.
—No tendremos una campaña prolongada —respondió con firmeza—. Si se desata la guerra, será breve y decisiva. No tenemos otra opción.
Eletharion arqueó una ceja, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Hablas como si tuvieras un plan claro. Pero yo solo veo incertidumbre, Aelarion. Los movimientos de Ithrenya son impredecibles, y Andurith no mostrará misericordia si perciben debilidad.
Kaehlith intervino antes de que la conversación se tornara en una discusión.
—La incertidumbre siempre será parte de cualquier estrategia, Eletharion. Pero necesitamos unidad ahora más que nunca. Si los generales dudan, entonces debemos fortalecer su resolución, no permitir que sus miedos se propaguen como una plaga.
Eletharion asintió, aunque su expresión seguía siendo seria.
—Quizás. Pero también necesitamos algo más que palabras, Kaehlith. Necesitamos hechos que inspiren confianza.
Aelarion miró a ambos, sintiendo el peso de sus expectativas. Sabía que la próxima decisión que tomara no solo afectaría a Vaelorn, sino a todo el delicado equilibrio del mundo élfico.
—Entonces demos a nuestros generales lo que necesitan —dijo finalmente—. Mañana enviaré una delegación junto con Elodyr a Ithrenya con una oferta de alianza, a conseguido persuadir a algunos Reynos pequeños. Si Ellariel realmente busca la paz, no tendrá motivos para rechazarla.
Eletharion frunció el ceño.
—¿Y si la rechaza?
—Entonces sabremos dónde están sus verdaderas lealtades, —respondió Aelarion, con una voz que no dejaba lugar a dudas.
La conversación terminó en un silencio cargado de significado. Los tres hermanos se quedaron allí, bajo el cielo estrellado, contemplando un futuro lleno de incertidumbre. Aunque estaban unidos por sangre, cada uno tenía sus propias dudas y miedos, secretos que aún no habían compartido. Y mientras el viento soplaba a través del Salón de los Vientos, parecía llevar consigo un susurro: una advertencia de que las decisiones tomadas esa noche tendrían repercusiones que se sentirían mucho más allá de las fronteras de Vaelorn.
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Provincia de Elyor, Reyno de Ithrenya.
Al amanecer.
Elyor era una joya arquitectónica, una mezcla de líneas fluidas y torres de cristal que resplandecían con la luz del amanecer. Desde su posición estratégica sobre las cascadas de Eurelion, la ciudadela se alzaba como un faro de poder y opulencia. Al pie de la fortaleza, los mercados zumbaban con actividad, mientras las fragancias de especias y hierbas exóticas se mezclaban con el aroma fresco de la niebla que surgía de las cascadas. Sin embargo, dentro de las murallas de la corte, el aire era denso, cargado con las tensiones de alianzas inciertas y conflictos latentes.
En el gran salón del consejo, donde las paredes estaban adornadas con tapices que narraban las conquistas y tragedias de Ithrenya, la reina Ellariel presidía la reunión. Su vestido, un entramado de tonos dorados y verdes, reflejaba su conexión con las antiguas tradiciones de su pueblo y, al mismo tiempo, su dominio sobre los reinos circundantes. Su cabello oscuro estaba recogido en una trenza adornada con gemas que parecían capturar la esencia misma del amanecer.