Sangre De Dioses Y Reyes: Onyria

CAPITULO IV

Ithrelion, al amanecer,
Capital de Ithrenya,
Puertas de Amanyr.

El sol ascendía lentamente sobre los bosques de Dyiorita, extendiendo su luz dorada entre los majestuosos árboles de cuarzo y cristal, cuyas hojas parecían de esmeralda líquida bajo los primeros rayos de la mañana. El aire estaba impregnado del aroma de flores silvestres y el murmullo de los ríos cristalinos que cruzaban la vasta región que rodeaba Ithrelion, la capital de Ithrenya.

La ciudad era un poema de arquitectura élfica: torres esbeltas de mármol blanco con vetas doradas se alzaban hacia el cielo, mientras los puentes suspendidos sobre los canales relucían con destellos de luz. Las calles, de un pavimento tan liso que parecía espejo, serpenteaban entre jardines flotantes y fuentes de agua cantarina. En el horizonte, las Puertas de Amanyr, enormes portones labrados en madera de loryth, se destacaban como una entrada sagrada al corazón del reino.

Los guardias, vestidos con armaduras de plata y azul celeste, flanqueaban las puertas con solemnidad. Sus lanzas reflejaban la luz del amanecer mientras observaban la llegada de dos destacamentos que no pasaban desapercibidos.

El primero era la comitiva de Aelarion, liderada por el emisario Elodyr. Vestía una túnica larga de tonos blancos y dorados, adornada con el emblema solar del linaje de Aelarion. Su porte era regio, su cabello oscuro recogido en una trenza, y sus ojos de un azul profundo no perdían detalle. Tras él, un grupo de soldados marchaba en formación impecable, portando estandartes que ondeaban al ritmo de la brisa matutina.

No muy lejos, la comitiva de Tharyon avanzaba con igual majestad, pero su presencia contrastaba con la de los emisarios de Aelarion. Sus armaduras eran más oscuras, de un gris acerado, con capas que caían como sombras detrás de ellos. Aelah, la prefectora de Tharyon, encabezaba el grupo. Su cabello, negro como la obsidiana, estaba trenzado con cuentas de plata, y su mirada, tan afilada como el filo de su espada, se posó inmediatamente en Elodyr al llegar a las puertas.

Elodyr y Aelah intercambiaron una mirada cargada de historia y tensión. Los soldados de ambas comitivas se detuvieron en perfecta sincronía, y por un momento, el silencio reinó entre ellos.

Fue Elodyr quien rompió el mutismo, avanzando hacia Aelah con paso firme, sus botas resonando contra el suelo de mármol.

—Prefectora Aelah —dijo con una inclinación leve de cabeza, que más que un saludo, parecía un acto medido para evitar un conflicto inmediato—. No esperaba encontraros aquí tan temprano.

Aelah esbozó una sonrisa irónica.

—Y sin embargo, aquí estamos. Como siempre, los emisarios de Aelarion llegan con discursos floridos para ocultar sus verdaderas intenciones.

Elodyr entrecerró los ojos.

—¿Floridos? Vos habláis de intenciones, cuando Tharyon ha enviado tropas a Vaelorn, violando tratados firmados hace milenios. ¿Oh acaso vuestra memoria es tan corta, prefectora?

El rostro de Aelah se endureció, y sus acompañantes intercambiaron miradas. Uno de ellos llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero un leve movimiento de Aelah lo detuvo.

—Vaelorn siempre fue un territorio disputado —replicó, con una voz que no buscaba conciliar—. El paso de Aenor que mi rey busca recuperar, fue construido por nuestro ancestro Aenar, un derecho que ninguna cantidad de pergaminos puede negar.

—Aenar lo construyó, sí —respondió Elodyr, dando un paso más cerca—, pero sólo gracias al pacto de paz con el rey Erydion, padre de Aelarion y fundador de Vaelorn Primensis. Ese pacto fue roto cuando Aenar intentó asesinar a la reina Aerith, esposa de nuestro antiguo rey, en un acto que marcó el fin de cualquier legitimidad sobre el paso. No hablé de esto por rumores, Aelah. Yo estuve allí.

Elodyr levantó ligeramente la voz, y el eco de sus palabras reverberó entre las torres cercanas. Su declaración no era sólo una acusación; era un recordatorio de su inmortalidad, de que había presenciado acontecimientos que para los demás eran sólo historia.

Aelah apretó los dientes, su orgullo herido.

—Palabras vacías, Elodyr. Sois un testigo de siglos pasados, pero no un juez de los actos presentes. Lo que ocurrió hacia 2 mil años no es más que ceniza bajo nuestros pies.

La tensión en el aire se volvió palpable. Los soldados de Tharyon se movieron ligeramente, listos para desenvainar sus armas. Los de Aelarion, alertas, respondieron al gesto colocando una mano en sus propios estandartes.

—Quizás no sea juez, pero la historia no olvida —replicó Elodyr, su voz contenida pero cargada de autoridad—. Las acciones de Tharyon en Vaelorn no son un acto de justicia ancestral, sino una provocación deliberada contra la paz de estas tierras y sus fronteras.

Aelah, por primera vez, pareció tambalearse en su compostura. No obstante, antes de que pudiera responder, una figura alta y majestuosa emergió de la sombra de las puertas, que se abrieron, con un gran estruendo.

La Prefectora de la Reina Ellariel, con su manto blanco bordado en plata, caminó hacia ellos. Sus ojos, agudos y serenos, recorrieron a ambas comitivas.

—Emisario Elodyr, Prefectora Aelah, las cartas enviadas por vuestros reyes fueron leídas y analizadas por nuestra señora, vuestra presencia ha sido requerida en el Gran Salón Lakersis. La Reina Ellariel os espera para escuchar vuestras propuestas.

La voz de la Prefectora cortó la tensión como un cuchillo afilado. Aelah asintió, apretando los labios, y giró para ordenar a su comitiva avanzar. Elodyr hizo lo mismo, aunque sin dejar de observarla con una mirada que hablaba de su desconfianza inquebrantable.

Ambas delegaciones cruzaron las puertas de Amanyr, entrando en Ithrelion, donde la luz del amanecer empezaba a teñir los tejados dorados con una calidez que contrastaba con la frialdad de las palabras intercambiadas. La audiencia ante la Reina prometía ser tan tensa como la reunión en las puertas.




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