Eryndor,
En el Bosque Gris, Amanecer del Séptimo Día.
La carga de los Guardianes del Bosque era como un huracán nacido de las entrañas mismas de Eryndor. Los Oscuraeh, acostumbrados a infundir temor, vacilaron ante la presencia de los Thariones y Thalnirs. Las criaturas, medio bestias, medio espíritus, parecían invulnerables a los ataques convencionales. Cada rugido era una canción de venganza, cada movimiento una danza letal. Se abalanzaban como una marea brutal haciendo saltar a los Oscuraeh
Ethariel apenas podía procesar lo que veía. Desde su posición, aún tambaleante por el esfuerzo y las heridas, contempló cómo los Guardianes embestían las filas enemigas con una furia primigenia. Uno de ellos, un Tharion de pelaje plateado, se lanzó contra un Oscuraeh de la Guardia Élite, desgarrándolo antes de que pudiera alzar su espada negra.
Los ojos de Ethariel se llenaron de admiracion. Había oído las leyendas, pero nunca creyó que fueran más que historias para inspirar a los jóvenes guerreros.
“Los Guardianes responden solo en los momentos más oscuros”.
Le había dicho una vez su padre. Ahora entendía el verdadero significado de esas palabras.
—Por los cielos… ellos han respondido —murmuró, apretando con fuerza su espada mellada.
Altharion, mientras tanto, no soltaba a Ethariel. Lo arrastraba hacia una posición más segura, aunque sus propios movimientos mostraban el peso del cansancio. Su armadura estaba llena de cortes, y una herida en el hombro sangraba profusamente. A pesar de todo, no vacilaba.
—¡Aguanta, Ethariel! ¡Esto aún no ha terminado! —le gritó, mirando brevemente hacia Lynethe, quien mantenía su posición más adelante.
Lynethe, con su arco siempre preparado, disparaba flechas en rápidos movimientos. Sus ojos, entrenados para detectar debilidades, se enfocaron en los hechiceros Oscuraeh, cuyos cristales púrpura eran la fuente de la red mágica que los fortalecía. Cada disparo era preciso, buscando desestabilizar su estructura.
—¡Kaelarion, necesito cobertura! —gritó, mientras esquivaba una lanza arrojada desde las sombras.
Kaelarion, tan ágil como siempre, se movía como un fantasma entre los árboles. Sus flechas, imbuidas con luz mágica, eran las únicas que parecían atravesar los campos de fuerza de los hechiceros enemigos. Disparó una directamente al cristal de otro hechicero, creando una explosión que sacudió el terreno.
—¡Cubierta asegurada, Lynethe! Pero estos malditos no dejan de llegar —respondió con una sonrisa cansada, saltando hacia un tronco caído para buscar una mejor vista del campo de batalla.
Mientras tanto, la magia fluía en el aire como un río invisible, pero no era infinita ni sencilla de manipular. Los cristales, fuentes esenciales de poder para ambos bandos, absorbían y canalizaban la energía, pero cada uso dejaba cicatrices en quienes los empuñaban. Un hechizo demasiado ambicioso podía fracturar el cristal, liberando una explosión de energía destructiva, con consecuencias impredecibles para el portador.
Lynethe, al borde de la extenuación, soltó una flecha que perforó el casco de un Oscuraeh. Miró su cristal, incrustado en el brazalete de su muñeca izquierda. Emitía un parpadeo débil, casi apagado.
—Maldita sea... ya no me queda mucho. —Chasqueó la lengua y buscó refugio detrás de un árbol derrumbado. Desde su posición, vio cómo Kaelarion continuaba disparando flechas mágicas, pero incluso él estaba empezando a mostrar señales de agotamiento.
Los hechiceros Oscuraeh también sentían el costo de la batalla. Uno de ellos, rodeado por un campo de fuerza tembloroso, levantó su cristal con ambas manos, tratando de invocar un rayo que partiera a los Guardianes del Bosque. El cristal estalló en una explosión violeta, derribando al hechicero y a varios guerreros Oscuraeh cercanos.
Ethariel, jadeante, se apoyó en su espada. Observó a su alrededor: los cuerpos de amigos y enemigos se apilaban, mientras el suelo parecía beber la sangre derramada. Pero en medio de la carnicería, los Guardianes del Bosque seguían avanzando, rugiendo con una furia inhumana. Uno de ellos, un Thalnir de ojos incandescentes, se abalanzó sobre un Oscuraeh blindado, sus garras rasgando la armadura negra como si fuera papel.
—¿Por qué ahora? —Murmuró Ethariel, sus pensamientos divididos entre el alivio y la incredulidad—. ¿Por qué no antes?
Altharion, quien seguía vigilándolo, respondió mientras cortaba a un enemigo que se acercaba demasiado.
—No es que lleguen tarde, Ethariel. Llegan porque saben que este momento importa. ¿Pero cuánto tiempo podrán sostener la lucha?
Un rugido, más profundo que los demás, resonó desde el interior del bosque. Los árboles temblaron, y los Oscuraeh volvieron a reagruparse. De entre las sombras surgió un nuevo enemigo: un Maleus Oscuraeh. Su presencia era como un eclipse que apagaba la luz a su alrededor. Portaba un báculo coronado por un cristal tan grande como una cabeza elfica, y cada paso que daba parecía absorber la vitalidad del terreno.
—¡Un Maleus! —gritó Lynethe, reconociendo la amenaza.—. Si no lo detenemos, todo estará perdido.
Kaelarion ya estaba en movimiento, tensando su arco mientras corría hacia una posición elevada. Pero incluso su destreza tenía límites. Los cristales requerían tiempo para recargarse con luz solar, y la constante niebla del amanecer apenas ofrecía la energía necesaria.
—¡Cubridme! Necesito que el Thalnir mantenga a esa cosa ocupada —.Ordenó, sin apartar la vista del monstruo que avanzaba.
El Thalnir más grande, cuyo nombre era Auriniel, cargó contra el Maleus Oscuraeh. Sus garras de plata destellaron, pero el báculo del Maleus bloqueó el golpe, enviando una onda de energía que derribó a varios guerreros en ambas filas. El impacto dejó a Ethariel temblando, pero despertó en él algo que no esperaba: una chispa de esperanza.