Sangre de Hierro - Las puertas del olvido

Capítulo VIII - Código de resistencia

El rugir del mar se apaga al otro lado del muro. Los sobrevivientes se reúnen de uno en uno. El punto de encuentro, el extremo sur de la ciudad. Entre voces y como un rumor se esparcía la noticia que estaban evacuando a los atrapados en la playa. El lugar está repleto de gente. El arena pisoteada pa paso a la gramilla en los límites de la costa. Las ruinas de lo que supo ser un edificio cortan el paso evitando que escapemos de la playa. Los rescatistas emergieron de la tierra tan repentinamente como la aparición de aquel extraño muro rojizo.  El rumor se esparce como la enfermedad en invierno. Habían llegado para llevarnos a un refugio, al otro lado de la ciudad y todos en aquel lugar caminaban como sentenciados en busca de ayuda.

   Un hombre alto y delgado me observa con el rabillo del ojo. Yo me encuentro analizando a uno de los “salvadores”. El uniformado se encuentra en lo alto, sobre un gran pedazo de mampostería. Observándonos, como un pastor que cuida de su rebaño.

—Parece que se perdió contacto con otras ciudades. Incluso con el estado mayor. —dice el flaco que está a mi lado— La ciudad, al otro lado, está totalmente destruida y los sobrevivientes están siendo llevados al mismo refugio que nos llevan a nosotros. —el flaco hace una pausa, mira hacia sus pies y continua.— Sabes. Yo creo que es un experimento social. Tal vez de alguna corporación. De esas que tienen mucho dinero y no saben que hacer con él. Seguramente compraron gran parte de la Patagonia. Con nosotros dentro. Míralos.  Estos hombres no me generan confianza. No parecen militares. Mucho menos rescatistas. ¿Qué son? —me pregunta.

   Miro al flaco sin decirle nada. Me limito a asentir con la cabeza. Me muerdo los labios para callarme la boca. «Ese hombre tenía algo de razón» Pensé. Pero no era prudente hacer nada.

   Hasta ese momento no me había fijado en los detalles. Su vestir se parecen más al de las fuerzas especiales que a los uniformes de rescate. Habían ocultado sus armas. Pero las bocachas asomaban por debajo de sus mochilas. Son fusiles de asalto. Pequeños. Tal vez un modelo demasiado nuevo. Demasiado, para que yo no lo conozca. Se ven atentos a nuestros movimientos. Observadores de nuestro carácter. Controlan a todos, mientras nos guían tras sus cascos negros. Están tensos y apurados. Eso puedo leerlo en sus movimientos corporales y porque están más preocupados en sacarnos de allí que en sanar a los heridos, nos obligan a cargarlos sin mayor cuidado y nos prometen que en el refugio serán atendidos.

   Con la misma lentitud que una oruga, marchamos hacia las entrañas de la tierra. El hoyo de donde ellos habían salido ahora es nuestra entrada a un lugar desconocido. Una estación de Subte abandonada. Inhabilitada por razones políticas. Ahora estaba al descubierto. Seguramente producto del del gran Impacto que dejó a la ciudad en ruinas.

   El interior está apenas iluminado. Una luz difusa ingresaba de exterior y todo lo cubre. Cruzamos un corredor y accedemos a unas grandes puertas. Tienen señales de haber sido detonadas con explosivos, pero nadie se percata y continua caminando.

   La gran Cloaca Máxima —Dijo Iván una vez dentro—Saben. Este ramal estaba por ser restaurado en los próximos meses y la vieja estación sería convertida en una pequeña planta de post-tratamiento subterránea. —hizo una pausa para saltar un charco de agua sucia y continuó— Su construcción es paralela a la vieja estación de Subte. Algunos dicen que por eso la deshabilitaron. Cuando este ramal de Subte fue anulado se perdió en el tiempo. Ya nadie la recordó. Sólo figura en unos viejos planos de la ciudad.

 

   El túnel está iluminado por luces de emergencia dispuestas de manera desprolija, colocadas con apuro. Las sombras proyectadas en las paredes acentúan el aspecto tenebroso de la procesión hacia la salida en el otro extremo. Un denso aroma salado y seco inunda el espacio por el que circulamos. El olor a mar se funde con el moho y la oscuridad para acompañarnos en un largo caminar.

 —Me contaron —continuó Iván mientras pasaba la mano por una grieta en la pared— Que la cloaca fue planeada para ser conectada con una base militar hundida en la cordillera, al otro lado de la ciudad. Por alguna razón nunca se concretó. Hacia el este se conecta con el océano. Se sumerge en el mar unos 6 kilómetros. Algunos hablan de instalaciones subterráneas para el tratamiento de fluidos. Cámaras secretas, Instalaciones militares abandonadas y laboratorios experimentales subterráneos. En fin. Como dije antes. Este proyecto quedó inhabilitado por alguna razón. Tranquilamente podía ser otro mito urbano como tantos que escuché de esta ciudad.

—Cósmico Brho! —agregó Dash— ¿Quién sabe cuántas cosas ocultas hay en esta ciudad? . A mí. Me han contado de un lugar en el mar que le llaman “El Pozo del Tío”. Dicen los que han caído ahí, que hay una corriente que te chupa hacia el fondo y nunca regresas.

 

—Y si no regresas, ¿Cómo hicieron para contarte de “El Pozo del Tío”? —dije haciendo comillas en el aire con los dedos.

 

—Todo un misterio Brho!. Todo un misterio…

   Con los pies enterrados en el agua, avanzamos el tramo final. Una tibia luz recibe a los que ascienden. Una escalera metálica de anchos escalones es la salida. Rechina con cada paso. El agua podrida brota de las filtraciones en la pared. El salitre en el aire queda atrás. El moho te obliga a fruncir el ceño y picar la garganta. El efecto dura poco. El fresco aire que ingresa del exterior nos alivia y renueva las esperanzas perdidas.




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